43. REPULSIÓN

          Todos los días desayunaba en la cafetería de la esquina. Vestía siempre con su uniforme rojo, siempre rojo. Se dedicaba a limpiar las calles de las cacas de perro y dejaba su cubito y escoba en la puerta, a la vista, mientras se sentaba junto a la gran cristalera del local y daba cuenta de su café con leche y tostada con tomate. No pude por menos que fijarme en ella. Era rara, muy rara. Muchos días la veía a través del ventanal de la cafetería, con la mirada perdida, sola, y una expresión de soledad que me llegó al alma. Otras veces me cruzaba con ella y día tras día pude observar su físico espigado, con andares cansados, y su pelo largo, negro como brea, y un mechón blanco que le caía por la mejilla. Su cara era rara, muy rara, alargada y con ojos egipcios pero mal pintados. Tenía ese aspecto demacrado que dejaba el rastro de la heroína. Los ex drogadictos no podían esconder lo que habían sido. Tenía una conversación extraña. Hablaba con alguien al que yo no acertaba a ver, siempre sola, siempre triste, siempre rara, muy rara.

            De repente, desapareció. No la eché de menos, era de esas personas anónimas que te encuentras todos los días pero que no se echa en falta cuando dejas de verlas. Pasó el tiempo. Yo tenía mucho trabajo en el despacho y andaba muy atareado, hasta muy tarde. Muchos juicios, muchas demandas, mucho papeleo.

            Pasaron unos meses. Salí de casa temprano, tenía una vista preliminar en Madrid y me dirigí al despacho para recoger el expediente. Pasé por delante de la cafetería de la esquina y vi que estaba allí, rara, muy rara, sentada en el mismo sitio de siempre. Ya no tenía el uniforme rojo. Su delgadez estaba más acentuada si cabe. A sus pies reposaba un fardo cuadrado, atado con una cuerda, con la misma mirada perdida, hablando con su reflejo en el cristal, con su raya de ojo alargada casi hasta las sienes. Me fijé en su pelo enmarañado, en su mechón ya no tan blanco. No pude remediar soltar un suspiro de pena ante la visión de aquella mujer desaliñada.

            Ese día me quedé hasta tarde en el despacho. Lo tenía al lado de la Plaza Mayor y siempre la atravesaba camino a casa, dando un paseo. Hacía mucho frío. Pasé por delante del cajero de una sucursal de banco que se encontraba en la plaza. Observé que dentro había un bulto que supuse era un “sin techo” durmiendo, sobre unos cartones y tapado hasta la cabeza con una manta llena de porquería. Acerté a ver el mechón blanco sobre el fardo que utilizaba como almohada. Se me cayó el alma a los pies. Quise decirle que viniera a casa a pasar la noche, que le daría una cena caliente y que podía asearse. Se quedó en eso, en el “quise”. Mi deseo era ayudar a esa persona sin recursos, pero no la conocía de nada, y lo dejé pasar. Me fui a casa sin poder quitármela de la cabeza.

           Todos los días pasaba por la plaza, y todos los días la veía sentada en un banco de piedra, con su fardo al lado, con la misma mirada perdida de siempre, y hablando sola. Otras veces la encontraba desayunando en la misma cafetería de la esquina. No sé de dónde sacaba el dinero, porque nunca le vi pedir limosna. La policía local había intentado varias veces ayudarla, ofreciéndole plaza en el albergue para indigentes de la ciudad, sobre todo en las noches de tanto frío, pero siempre declinaba su proposición, y la dejaron por imposible.

            Le llamaban “la loca del mechón”. Algunos le ofrecían algún que otro cigarrillo que ella fumaba con avidez. Otros se burlaban en su cara, y ella se limitaba a cerrar los ojos y reír como una bruja. Al final, la gente se acostumbró a su presencia en la Plaza Mayor y se convirtió en una persona invisible. Su deterioro se acentuaba cada día. Su soledad y su locura era cada vez más pronunciada. Empezó a vilipendiar a la gente que pasaba y se produjo más de un altercado. La gente no entraba al cajero donde dormía también de día, por miedo, y los empleados del banco tuvieron que llamar varias veces a la policía. El director del banco, ese de los ojos saltones, era conocido mío y me explicaba que no sabían qué hacer con ella. Los clientes se quejaban de su presencia y la policía se limitaba a sacarla de allí, no podían hacer más.

            Esa noche hizo frío, mucho frío. No me quité de la cabeza a “la loca del mechón”, esas placas de hielo que se formaban en las fuentes de la plaza, ese cajero azotado por el viento siberiano. Dalia fue partícipe de mi preocupación y preparó un termo de café con leche.

            – Lo mismo me lo tira a la cara -. Le comenté riendo a mi mujer.

            – Pues lo mismo, pero seguro que te sentirás mejor cuando se lo ofrezcas.

            Dalia era un trozo de pan. Si por ella fuera la tendríamos en casa, pero no podía ser, no la conocíamos de nada, y encima, era rara, muy rara.

           Cuando llegué a la plaza, observé gran revuelo en la puerta del banco donde habitualmente dormía la “loca del mechón”. Intenté tragar saliva, pero la garganta cerrada me lo impidió. Los curiosos revoloteaban alrededor y me hice paso a través de ellos. Me estremecí cuando vi la zona del cajero precintada y restos de un incendio reciente que llegaban hasta el techo. Olía a carne  quemada, y presentí lo peor. Entré en el banco y fui directo al despacho del director. No estaba, por lo que me dirigí al interventor y pregunté por lo ocurrido.

            – Una desgracia, Juan Antonio, una desgracia. Esto es mala publicidad para nuestra sucursal. El director acaba de marcharse con la policía para presentar la denuncia, supongo que nos pedirán las imágenes de las cámaras de seguridad.

            – Pero, ¿qué ha ocurrido?

            – “La loca del mechón”, unos vándalos la han prendido fuego esta noche mientras dormía. Los vecinos llamaron a emergencias. Vinieron la policía, los bomberos, el SAMUR, pero nada pudieron hacer por ella.

           Noté el sudor frío que me salía por los poros y hacía que mi piel se estremeciera. Le di las gracias y salí de aquel lugar de pesadilla. Llegué a la oficina, puse al día a Matilde y me encerré en mi despacho. Solo tenía ganas de llorar pero no pude. Una bola en la garganta me lo impedía. Me repuse e hice una llamada.

            – Velasco, amigo, necesito que me hagas un favor.

            Acompañé a la madre de Begoña a la morgue. Velasco me había facilitado su teléfono y me puse en contacto con ella. Vivía en Bilbao. Era su viva imagen, pero con treinta años más. Mirentxu me contó que hacía cinco años que no sabía nada de su hija. Tuvieron una fuerte pelea y ella se marchó de casa sin querer saber nada. Y hasta ahora. Entró en la sala donde se encontraba su hija para su reconocimiento. La mujer salió descompuesta, con un llanto desgarrador que no supimos consolar.

            Yo necesitaba hacer algo por esa chica. Mi sentimiento de culpabilidad por no ayudarla cuando la vi tirada en la calle hizo que los antiácidos formaran parte de mi vida. Prácticamente imploré a la madre de aquella chica que me dejara personarme como acusación particular. No conseguiría mi redención hasta que no consiguiera meter a los culpables entre rejas. Una vez hubo concluido la investigación, me facilitaron una copia del expediente en el juzgado. Lo habían archivado provisionalmente al no haber encontrado todavía a los culpables. Se reabriría cuando la investigación policial y judicial diera con ellos.

               Eché un vistazo al expediente y era desgarrador: El informe forense explicaba que antes de prenderle fuego, la habían acuchillado previamente, siendo ésta la causa de la muerte. No pude por menos que sentir cierto alivio al descubrir que no murió quemada, un alivio intranscendente que no me reconfortó. ¿Qué la iba a decir a su madre?: “Tranquila, señora, no murió quemada, sólo murió acuchillada”. Mal consuelo para una mujer que perdió a su hija dos veces, una cuando se fue, y otra cuando murió. No se encontraron huellas y las imágenes de la cámara de seguridad del banco no daban ninguna luz, ya que, la noche en la que se produjeron los hechos, la cámara dejó de funcionar, cosa que pasaba muy habitualmente, según los trabajadores del banco, aunque el servicio técnico lo arregló hacía unos días, pero continuaba fallando.

            La quemaron con gasolina una vez falleció, según el informe forense.

            –  No te preocupes Juanan – me comentó Velasco -. Hablaré con los compañeros que llevan la investigación y veré si puedo hacer algo. Lo más seguro es que la gasolina la consiguieran en alguna gasolinera cercana, y las gasolineras generalmente tienen cámaras de seguridad.

            Sabía que podía confiar en mi amigo, y si él no conseguía averiguar nada, nadie lo haría, así que esperaría sus noticias.

            Había un testigo. El expediente decía que un vecino se despertó por el jaleo y se asomó a la ventana. Llegó a ver el cajero ardiendo y tres chicos saliendo del mismo. Identificaría sus caras, ya que cogió unos prismáticos y les vio claramente, pero al no estar fichados, no les reconoció en las fotos que le enseñaron en comisaría. Les describía muy jóvenes, bien vestidos. Algo me dejó helado. En su declaración explicaba que cuando salían del cajero, lo hacían riéndose a carcajada limpia, mientras miraban cómo ardía, y huyeron del lugar después de un rato observando su hazaña. En un principio pensó que eran unos gamberros que  incendiaron el cajero, y llamó a la policía.

           Tenía que hablar con él, esperaba me diera alguna pista más sobre la autoría de aquel crimen tan salvaje. Lo hice al día siguiente. El hombre me recibió muy cordial, quería que todo se resolviera y si podía ayudar, encantado. Nos sentamos y puse la copia del expediente sobre la mesa, e íbamos hablando mientras yo pasaba las páginas del mismo, que me servía de guía para hacerle las preguntas. No me aportó mucho más, pero de repente, señaló algo en el expediente.

            – ¿Está seguro? – le pregunté desconcertado.

            – Completamente – me contestó muy convencido.

            Al día siguiente me acerqué al banco. El director me recibió muy afable, pero con preocupación en su semblante. Pasamos a su despacho con paredes de cristal translúcido. Le miré fijamente, serio, con la intención de ponerlo incómodo.

            – Tenemos buenas noticias, Miguel – comencé. – La policía ha identificado a los tres supuestos asesinos. Tienen un testigo y unas imágenes de la cámara de una gasolinera de las afueras en las que se ve a los criminales llenando una garrafa de gasolina. De la barata, por supuesto. No se iban a gastar mucho en una pordiosea.

            El director de la sucursal cambió de postura en su sillón de piel y me miró incrédulo.

            – Muy bien, Juan Antonio, me alegro de que la policía esté sobre la pista.

            – ¿Sabes que me he hecho cargo de la acusación particular? Voy a pedir la máxima pena a esos cabrones.

            Miguel me observó con sus ojos de rana mientras yo no dejaba de mirarlos. Esos ojos saltones estaban a punto de salir de sus órbitas.

            – ¿Quieres contarme algo? – le dije entonces. – La policía está fuera esperando.

            El hombre cincuentón cerró sus ojos llorosos, pasó sus dedos por su calva y abrió un cajón de su escritorio. Cogió un pendrive y lo dejó en la mesa, a mi alcance.

            – Compréndeme, no tenía elección – me dijo -. No podía permitir que fuera a la cárcel por una don nadie.

            Yo lo comprendía, pero no lo compartía. La maldad no podía quedar impune. Velasco entró con un par de policías que se llevaron a Miguel, pidió no pasar por la vergüenza de llevar las esposas delante de sus empleados, y Velasco accedió.

            La noche del incendio saltó la alarma silenciosa del banco. Miguel estaba conectado con la misma a través de una aplicación del teléfono móvil. También con las cámaras. Acertó a ver quien parecía su hijo y dos amigos observar el fuego, sonrientes, y a los pocos segundos huir. Tenía que acercarse al banco para ver lo ocurrido en las cámaras antes de que apareciera toda la “troupe”. Vivía tres calles más abajo, así que tardó menos de cinco minutos en llegar, tenía el tiempo justo. Entró en su despacho, encendió el ordenador y contempló con horror las imágenes grabadas. Rápidamente las borró, se inventaría la avería del sistema. Cogió el pendrive donde se almacenó de forma automática la grabación y lo guardó en su cajón. Desconectó las cámaras, y salió antes de que llegara la policía. No podía permitir que su querido hijo fuera condenado por esto. Su futuro estaba sentenciado si salía a la luz. Recordó con aflicción que comentó en casa la historia de “la loca del mechón”. No podía creer que su hijo, tan bueno, tan estudioso, tan cariñoso, pudiera haber perpetrado esta salvajada. Mientras pasaba al lado del cajero, observó aquel bulto de carne abrasada, y su olor quedó impregnado para siempre en su pituitaria.

            Ya teníamos la grabación de la gasolinera, donde se distinguía perfectamente al hijo del director del banco y sus amigos comprando una garrafa y llenarla de gasolina. Por otro lado, el testigo de los hechos, vio en el expediente mientras yo hablaba con él, la foto del carnet de identidad de Miguel. Cuando éste fue a comisaría a poner la denuncia, hicieron una copia de su D.N.I. que adjuntaron al atestado. El testigo identificó sin ningún género de dudas esos ojos saltones que eran igual que los del chico autor del crimen. Eran dos gotas de agua.

            Condenaron a los tres muchachos a diecisiete años de prisión por asesinato, ya que estimaron alevosía: mientras dos sujetaban a Begoña, otro le asestaba las cuchilladas que terminaron con su vida, así que la mujer no tuvo ninguna oportunidad de defensa. Después vaciaron sobre el cadáver el bidón de gasolina y le prendieron fuego. Me imaginaba a los tres hipnotizados por las llamaradas, con cara de bobos y sin ningún remordimiento. A Miguel lo absolvieron, ya que el que un padre encubra a su hijo, no tiene consecuencias penales, lo dice el código penal, así es el asunto. Bastante tenía el director del banco con ver que su hijo entrara en prisión por una buena temporada. Conseguimos también una buena indemnización, que pagó el seguro del banco, ya que los hechos ocurrieron en sus dependencias.

            Pasaron unos meses. Mirentxu me llamó:

            – Hola, Juan Antonio. Quería agradecerte todo lo que has hecho. Sé que no ha sido fácil para ti – habíamos hablado largo y tendido sobre ello- Ya me han ingresado la indemnización, quiero pagarte tus honorarios y no voy a aceptar un no por respuesta, así que dame un número de cuenta.

            – Mira, Mirentxu. Vamos a hacer una cosa. Te voy a cobrar los honorarios, si tienes tanto interés, pero quiero que lo ingreses en una cuenta especial.

            Mi amigo el padre Cosme trabajaba mano a mano en una ONG llamada Mensajeros de la paz que se dedica principalmente a ayudar a los mendigos. Le facilité el número de cuenta de esta ONG y Mirentxu estuvo de acuerdo, así que obtendrían una buena suma.

            ¿Cuándo perdió Begoña su decencia, su humanidad, su dignidad? ¿Lo perdió ella o dejamos que lo perdiera? O, más inquietante: ¿lo perdimos nosotros? ¿Cuándo permitimos que “las locas del mechón” vivieran en esa imperceptibilidad y soledad impuestas? ¿Cómo decidimos que ciertas personas murieran en vida para nosotros, sin percatarnos de su existencia?

            Nunca podré quitarme de la cabeza a Begoña. Me sentía culpable por lo ocurrido. ¿Y si hubiera hablado con ella? ¿Podía haberla ayudado? Me sentía tan miserable como los demás. Nadie hizo nada por ella, yo tampoco. Lo que hice después fue fruto del remordimiento. Eso no valía, ya era tarde. Cada vez que paso por la cafetería de la esquina, me parece ver en ella a “la loca del mechón”, tomando su café y tostada con tomate, mirando a través del cristal, hablando sola, triste, rara, muy rara.

“Repulsión”: Película producida por Columbia Pictures.



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