46. Un cruce en el destino

«El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara» —Edgar Allan Poe, El corazón delator.

 

 «Lo importante no es vivir, sino vivir correctamente» —Película El club de los emperadores.

 

El valor de la vida es inconmensurable, es un bien preciado que no podemos cuantificar. La vida de cualquier persona es un don entregado que no es permutable ni negociable. Mentira, olvidaos. Todo está tasado, hasta la existencia. Las compañías aseguradoras se han encargado de valorar absolutamente todo: pequeñas lesiones, secuelas físicas y psicológicas, lesiones graves, muertes, y hasta incluso, pechos y traseros de famosos. Todo es negociable, y es entendible que sea así por motivos prácticos.

Agustín llegó a la oficina después de visitar varias sucursales de distintos pueblos de la sierra. Una vez al mes tenía que ir de ruta y reunirse con los directores de las diferentes oficinas del banco para el que trabajaba. Una vez hecho el recorrido, volvía a la central a redactar los informes. Saludó a los presentes y se encerró en su despacho, todo normal. Ese día salió antes de trabajar, su hijo de seis años tenía el festival de fin de curso y le había asegurado que asistiría, a pesar de la carga de trabajo que suponía ser directivo de una gran entidad bancaria, pero una promesa es una promesa, sobre todo después del plantón de Navidad.

Llegó media hora antes y aparcó en los aledaños del colegio con la intención de que nadie le viera. Salió del coche y comprobó la parte delantera derecha: un pequeño bollón y un intermitente roto daban fe de lo ocurrido, pero al menos estaba limpio. Una vez examinado, volvió al coche y se mantuvo sentado al volante, pensativo, a la espera de que llegara la hora de la función. Desde esa mañana volvió el tic del ojo que tenía olvidado desde hace años, cuando le ascendieron a director comercial del banco.

«Tranquilo, Agustín. Quizá no es lo que tú piensas. Pero el tic ha vuelto a aparecer, pero tú tranquilo, que seguro que no ha sido nada».          Cinco minutos antes del comienzo de la actuación, entró en el salón de actos del colegio. Buscó a su mujer con la mirada y la halló en la tercera fila.

—Casi no llegas —le recriminó Clara aceptando el beso en la mejilla según se sentaba a su lado.

—El aparcamiento, que está fatal —respondió, evitando el cruce de miradas.

—Me alegro de que hayas llegado a tiempo. Tu hijo ha estado todo el día preguntado si ibas a venir.

—Pues he llegado, ¿no? —dijo irritado.

Sintió que su mujer callaba condescendiente, sin comprender el motivo de tan inusual contestación.

Se disculpó por su mala reacción que achacó al nerviosismo producto de las cuentas trimestrales que le traían de cabeza en el trabajo. Se cogieron de la mano y en ese momento se abrió el telón. La clase de su hijo salió a actuar en tercera posición, y recrearon el final de Grease, todo un clásico.

Pudo evadirse mientras su niño emulaba a Danny Zuko en el escenario. Fue todo un éxito. Ver a su niño de seis años bailando y cantando tan bien hizo que le recorriera un escalofrío por el cuerpo, pero sabía que ese no era el motivo del estremecimiento. Poco a poco iba creciendo en él la sombra de la duda. Una vez terminó el festival, se reunieron todos los padres que acudieron en la puerta del colegio, mientras esperaban la salida de los niños, intercambiando impresiones respecto al espectáculo vivido. Todos estaban orgullosos de sus hijos, lo normal en estos casos. Después irían a cenar los manjares infantiles que les ofrecería la pizzería de al lado. Y así transcurrió la velada, entre padres, niños y triángulos de pizza llenos de grasas saturadas. Agustín pasó el brete como pudo, sin ganas, riendo las gracias y contestando las tonterías que se le ocurría a algún padre destacado por su hilaridad.

«Por lo menos no se han dado cuenta del golpe en el coche», pensó mientras subían a casa, una vez aparcaron en el garaje. Llevaba al niño en brazos, estaba exhausto y se quedó dormido en el coche. Entraron en la habitación del pequeño, le pusieron la camiseta de Mickey Mouse que utilizaba como pijama en verano y le metieron en la cama, dándole un beso de buenas noches que el niño ni notó.

— ¿Te parece que veamos una peli? —preguntó Clara mientras preparaba algo para picar.

—Estupendo —contestó su marido mientras llenaba dos copas con buen vino.

Se acomodaron en el sofá, pusieron el canal de cine que tenían contratado y eligieron una de misterio que Clara no supo entender muy bien, por eso se quedó dormida en el regazo de Agustín en la mitad de la película. Agustín le daba vueltas una y otra vez a lo mismo, la inquietud que sentía le impidió disfrutar de aquel momento cinéfilo. Cuando terminó la película, despertó a su mujer y se marcharon a la cama, no sin antes asegurarse de haber cerrado bien la puerta y apagar todas las luces.

Ese maldito tic le impedía dormirse. Su mujer tenía el sueño profundo y Agustín daba vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. Se levantaba a beber agua, al baño a orinar, en fin, cosas que se hacen cuando el insomnio se apodera de uno. Encendía una y otra vez la luz de la mesilla a comprobar la hora, y observaba que el tiempo cuando no duermes se ralentiza hasta casi pararse las agujas del reloj. Por fin, a altas horas de la madrugada, Morfeo hizo su trabajo, pero a cambio le hizo visionar a su hijo dirigiéndose inexorable hacia el peligro, riendo y jugando, inocente, y por más que Agustín corría hacia él, gritando impotente para intentar llamar su atención, el niño terminó cayendo por el precipicio. En ese momento, se incorporó repentino en la cama, empapado en sudor. Se levantó y entró en la habitación de su hijo comprobando que estaba dormido, tranquilo, ajeno a aquel mal sueño. Ya no volvió a acostarse. Se dirigió al salón y terminó la noche viendo los inútiles productos de la tele tienda.

«Quizá te estás preocupando por nada, Agustín», pensó mientras se dirigía al escritorio. Buscó en internet pero no encontró la noticia que esperaba.

Al cabo de una hora, apareció Clara por la puerta de la cocina, despeinada, con la bata transparente. Se acercó a darle un beso y le agradeció el que se levantara temprano a preparar el desayuno que estaba en la mesa: tostadas con tomate natural, zumo de naranja recién exprimido, café para los mayores y leche con cacao para el pequeño. Agustín evitaba mirarla para que no notara su párpado titilante, pero su mujer no parecía percibirlo. Trataba de que todo pareciera normal, inmutable, Clara no debía observar en él su inquietud.

El niño y su madre ya tenían vacaciones, así que le dejarían dormir todo lo que quisiera. Agustín se vistió, se despidió de Clara y se marchó al trabajo. Cogió el flamante Mercedes y lo llevó al taller oficial para que se lo arreglaran. Explicó que se dio con una columna en el aparcamiento de la oficina, demasiadas explicaciones. Era buen cliente, así que lo tendría para el día siguiente, tampoco era cosa de mucho. Cogió un taxi y se dirigió a su empresa.

—«Maldito tic, cada vez va a más»

Dio los buenos días a todos y entró directo a su despacho. Se sentó en el sillón de piel e intentó seguir la rutina de todos los días. Los balances le obligaron a concentrarse en el ordenador y sacar el trabajo adelante, pero un repentino dolor se apoderó de su cabeza. Abrió el cajón de su escritorio, cogió un ibuprofeno y salió al baño como una exhalación. Una vez allí, cogió un vaso, lo llenó de agua y se tomó la pastilla mientras observaba su ojo en el espejo. Allí estaba el maldito tic. Salió del baño y, de forma disimulada, se tapó el ojo con la mano para que nadie se diera cuenta de su problema mientras llegaba de nuevo a su despacho. Volvió a sentarse y buceó por internet, esperando no encontrar la fatídica noticia. Respiró al no descubrir nada nuevo.

«Seguro que no ha sido lo que crees. Debes tranquilizarte, Agustín. No ha pasado nada malo. Vas a enfermar por algo que no ha ocurrido, no te obsesiones».

En ese momento llegó Paco, su superior directo.

—¿Cómo llevas el informe de la sucursal de Collado Villalba? Necesito tener esos balances para esta tarde. No me gusta el cariz que está tomando este asunto. Hay descuadres por doquier, y hay que garantizar su buen funcionamiento.

—Sí —contestó Agustín sin dejar de rascarse su ojo tembloroso—, es un problema al que veo mala solución. Su director me comentó ayer que no puede hacer nada, que esa sucursal no hay quien la levante.

—Pues hay que cerrar el asunto, encárgate de ello, ya sabes cómo hacerlo. ¡Y deja de rascarte el ojo! ¡Te lo vas a sacar!

«Creo que te estás volviendo paranoico, Agustín»

—Te veo muy nervioso, quizá te esté afectando tanto trabajo, comprendo que estés estresado, pero en cuanto terminemos, te garantizo unas felices vacaciones sin sorpresas —dijo Paco.

Agustín se lo agradeció y continuó con su trabajo una vez hubo marchado su jefe.

Llegó a casa, y sin decir nada se metió al despacho, cerró la puerta con el pestillo y buscó de nuevo en internet.

«Dios mío, no puede ser».

Agustín se cayó de la silla, se acurrucó en el suelo y se puso a llorar como un niño. La noticia que buscaba la encontró. Su mujer preguntó si le ocurría algo a través de la puerta. Agustín se recompuso y abrió.

—¿Qué te pasa, Agustín? Llevas un par de días muy raro, y ha vuelto el tic del ojo, no creas que no me he dado cuenta.

—Nada, mujer. Cosas del trabajo. Paco me ha ordenado cerrar la sucursal de Collado Villalba, y eso supone echar a la calle a diez personas. No es grato para nadie esta situación, pero en fin, me ha tocado a mí —dijo sin mirar a su mujer.

Así salió del paso. Clara no quedó conforme, lo conocía bien, pero no preguntó más. Agustín se dirigió al salón donde estaba su hijo. Lo cogió, lo abrazó con todas sus ganas, y se pusieron a jugar. El resto del día terminó con el silencio de Agustín y la preocupación de Clara, que intuía que algo inquietaba a su marido.

Al día siguiente, pasó a recoger el coche, que ya estaba arreglado y continuó con la rutina diaria. Debía evadirse, pero no podía.

«Debes hacer algo, Agustín. No puedes seguir así. El fusible está a punto de fundirse y la locura tarde o temprano vendrá. Debes remediarlo. Lo correcto es entregarse, por ti y por tu familia, así descansarás».

El tic cada vez lo tenía más pronunciado: era la señal de la desesperación, de la incertidumbre, de los remordimientos. Agustín estaba sin estar, vivía sin vivir, moría sin morir. La preocupación de Clara iba en aumento: no parecía su marido, la excusa del trabajo no la convencía, pero no podía hacer nada y la impotencia se apoderaba de ella. Ese fin de semana fue diferente. Agustín ya había tomado una decisión y se centró en su familia, más cariñoso que nunca, y eso alertó más a la mujer, pero esperaba que su marido fuera claro y confiara en ella, siempre lo había hecho. El domingo por la noche, una vez el niño se quedó dormido, Agustín cogió a Clara de las manos, la miró a los ojos y le confesó todo.

—Es un buen hombre, Juan Antonio, y ha querido hacer lo correcto —me dijo Clara en los juzgados, esperando que nos llamaran para la declaración de Agustín—. No lo hizo en su momento y los remordimientos casi le hacen enfermar, se planteó incluso el suicidio. Ahora que se ha entregado, le veo más aliviado, más tranquilo, pero esa carga la llevará siempre, y está dispuesto a asumir su culpa.

Clara era profesora y compañera de Dalia, mi mujer. No dudé en asistir a Agustín cuando me lo pidió. Antes de entregarse en la policía, le asesoré del procedimiento a seguir, y le aconsejé que confesara en comisaría para luchar por una atenuante e intentar que no entrara en prisión. Lo tenía claro y quería contar todo lo ocurrido, así se liberaría de esa opresión palpitante que le paralizaba, lo necesitaba para su tranquilidad y la de su familia. Lo de ingresar en prisión era secundario para él.

Aquella mañana fatídica, Agustín cogió el coche y visitó las sucursales de los pueblos de la sierra de Madrid. Lo hacía una vez al mes, era parte de su trabajo. Se reunía con los directores de las distintas oficinas para rendir cuentas de dichas sucursales. No podía perder tiempo, eran muchas para visitar, así que el día lo tenía completo, y esa tarde actuaba su hijo, no podía defraudarle, así que debía darse prisa en efectuar el itinerario. Se le dio bien: a mediodía terminó y regresaba por aquellas carreteras de la sierra infestada de ciclistas: «un día va a ocurrir una desgracia», pensaba mientras adelantaba a un grupo compacto de ellos. Unos diez kilómetros más adelante, en una curva cerrada, la fatalidad hizo que sonara el móvil que tenía en el asiento del copiloto. Cuando fue a cogerlo, se despistó dos segundos y sintió un fuerte golpe. Frenó en seco, estacionó a un lado de la carretera y bajó del coche. A su derecha había un precipicio sin ningún tipo de barrera, era peligroso acercarse. Se asomó pero no observó nada inusual. Vio que la parte delantera derecha del coche había sufrido un buen golpe: tenía un intermitente roto y una abolladura a la derecha del mismo, y lo más inquietante, estaba manchado de sangre. Agustín se puso nervioso, pero supuso que había atropellado a un corzo, era habitual que se cruzaran en esa zona. Accidentes motivados por estos animales habían causado más de un susto, pero no veía al animal, habría caído por el barranco y no lo vislumbraba. Se repuso del sobresalto y se metió en el coche. Por el camino comenzó a darle vueltas.

«¿Y si no era un corzo, Agustín?¿y si era otra cosa?»

Pensaba y pensaba hasta que decidió que antes de llegar a la oficina se pasaría por un lavadero automático de esos de pistola a presión para limpiar los restos de sangre.

«Seguro que era un corzo, ¿qué si no?, no te preocupes»

Pero la preocupación no se fue, iba creciendo en él el tormento, la duda y la culpa. Debía haber llamado a la policía, pero en ese momento tenía miedo y le obligaba a actuar y pensar de una manera irracional. Cuando se enteró en las noticias que habían encontrado a un ciclista fallecido en un barranco de la sierra tras dos días de búsqueda, con signos de atropello y el conductor del vehículo se había dado a la fuga, era algo que no pudo soportar.

«Ahí lo tienes, Agustín, la noticia que esperabas»

Su mente se obnubiló, fundió el fusible de la cordura y a punto estuvo de hacer una tontería, pero entonces pensó en su familia. Esa cobardía destrozaría la vida de su hijo, de su mujer, de sus padres y hermanos. Se imaginó a su niño en su ausencia, ¿cómo iba a faltar su padre? Tenía que afrontar el destino que le esperaba, los remordimientos estarían ahí toda la vida, pero debía hacerlo por su hijo. Así que le contó todo a su mujer. Pensaron qué hacer y decidieron llamar a su compañera de trabajo, su marido era abogado y les asesoraría en los pasos a seguir. Quería hacer lo correcto para paliar en la medida de lo posible ese desasosiego que no le dejaba vivir.

Le aconsejé que declarara en comisaría, que confesara lo ocurrido. Fue un accidente por una negligencia en la carretera y no vio al ciclista que atropelló. Le condenaron por un delito de homicidio imprudente y por un delito de omisión del deber de socorro, amparados en los artículos 142.1  y 195.3 del Código Penal respectivamente. No entró en prisión porque le aplicaron la atenuante del artículo 21.4ª del Código Penal, que dice que es circunstancia atenuante «la de haber procedido el culpable, antes de conocer que el procedimiento judicial se dirige contra él, a confesar la infracción a las autoridades», así que le impusieron la pena mínima y de la indemnización se ocupó el seguro del vehículo, que pagó una buena suma a la familia del fallecido.

Si Agustín no hubiera confesado su delito, seguramente habría sido un caso sin resolver, porque no había testigos, arregló el coche y no existía ninguna prueba que lo inculpara. Pero quiso responder ante la justicia, su familia, la familia de la víctima y él mismo se lo agradecieron.

Un cruce en el destino: Película producida por Focus Features

 

 

 

 



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