56. Durmiendo con su enemigo

   Ya era el quinto día y la cosa no iba tan mal. Parecía que volvían a ser novios, más mayores, pero novios. Le veía más cariñoso, con las niñas sobre todo. Y más guapo. Esa barba cuarentona con canas le hacía más atractivo. Incluso estaba planteándose darle una segunda oportunidad. Pero la angustia le atenazaba el pecho a cada gesto extraño de su marido augurando el volver a lo mismo. Roi tenía buena mano para la cocina, así que aprovechaba esos días de confinamiento para dar rienda suelta a su apreciado entretenimiento, para gloria y gusto de su familia. Como buen gallego sabía preparar su caldo, su zorza con patatas y su caldeirada, plato estrella por excelencia, bien regada con ribeiro que le traían de su tierra. Todo parecía normal, por lo menos tranquilo. Almudena veía en él a otra persona que días atrás, meses más bien, estaba … nervioso, por decirlo de una manera suave. Hablándolo ahora, más tranquilamente, Roi achacaba su malestar al trabajo. Almudena callaba ante esa apreciación, pero la aceptaba y perdonaba todo pasado. Quería, necesitaba empezar de nuevo, con él o sin él. Este cambio en su marido le dio esperanzas para salvar su matrimonio.

   Belén, mi querida compañera de despacho, estaba nerviosa, la situación en ese momento atacaba a cualquiera, máxime cuando no sabíamos muy bien a qué atenernos. Los muertos aumentaban día tras día y las UCIs estaban saturadas. Parecía un apocalipsis zombie. Las calles se vaciaban por momentos, los supermercados se llenaban de buitres que acababan con las existencias de harina y papel higiénico. Mascarillas, guantes y geles hidroalcohólicos agotados. Una simple gripe estaba acabando con la forma de vida que conocíamos hasta entonces. O al menos es lo que yo pensaba antes de que el Gobierno decretara el estado de alarma. Suponía que no era para tanto, que los medios de comunicación estaban exagerando. Pero me mosqueé cuando vi que Juan, el chino de la esquina llevaba ya un mes cerrado, antes de que todo esto se descontrolara. Belén estaba metida en una plataforma para defensa de los letrados que nos encontrábamos en una situación crítica, pero estábamos en la lista de trabajos declarados como servicios esenciales. Al principio no le di la importancia que merecía el tema, pensaba que todo iba a ser pasajero, hasta que llegó el día en que me tocó la guardia de violencia.

   Roi se quedó sin trabajo en el restaurante. No era esencial. La hostelería se llevó un varapalo importante. Estaba a la espera de que le llamaran de la oficina de empleo para comunicarle cuándo iba a comenzar el cobro de la prestación por el ERTE. Al contrario de lo que pronosticaba Almudena, veía a su marido sereno, contento, sin esos prontos que día sí y día también le hacían temer lo peor. Nunca le puso la mano encima, no por ganas. Almudena trataba, en la medida de lo posible, de que las niñas no se enteraran de esos episodios de ira que sufría su padre. No quería que estuvieran inquietas por ese motivo. Pero no eran tontas, y las caritas que ponían cuando Roi menospreciaba a su madre eran prueba de su inquietud. Los niños tienen un radar para estas cosas. Y para otras. Pero ahora todo parecía normal. El hombre se encargaba de todo: cocinaba, salía a comprar, al banco, a la farmacia. Así su mujer no tenía que salir, la tenía como una reina. Almudena no se imaginaba el porqué de su cambio. Bueno, sí, pero lo dejaba pasar. Todo por el bien de la familia. En la expresión de su marido advertía alivio. Podía descansar de esos celos infundados que sentía cada vez que Almudena salía de casa, de esa inquietud que sentía cada vez que su mujer tenía que ir al supermercado, de ese desasosiego que le invadía cuando se paraba a hablar con cualquier vecino. Era un trabajo el tener que increpar a su mujer por todo lo que su imaginación advertía sin fundamento alguno. Almudena se planteó la separación, por el bien de sus hijas que estaban sufriendo el fracaso de sus malas decisiones. Pero todo había cambiado. Roi había cambiado. El entorno había cambiado. Sus vidas habían cambiado. Sí, le daría otra oportunidad.

   La vida estaba cambiando, demasiado. Muchas muertes, excesivas. Muchas familias destrozadas, demasiadas. Mucha gente asustada, normal. La situación, lejos de mejorar, estaba calando como una niebla espesa en los corazones de las personas, una sensación ruinosa que se pegaba a los huesos. Belén estaba fuera de sí, comprensible. Se enfadaba conmigo porque yo le restaba importancia a la situación, pero en el fondo yo sentía el desasosiego de no saber, de no predecir lo que iba a ocurrir en estos meses. Y esa sensación de incertidumbre y no poder controlar mi vida estaba probando mi entereza y mi cabeza. Hacía dos semanas que Dalia no tenía clases presenciales. Estaba a la espera de las comunicaciones del colegio para realizar las clases de manera virtual. Lo llevaba bien, eso aparentaba, no me decía nada al respecto. Intentar tener un hijo en esta situación no procedía, y yo sabía que esto le afectaba. Se escudaba en la preparación de las futuras clases y eso le hacía enfundarse un traje de aparente indiferencia ante la futura maternidad que se tornaba complicada. La familia estaba bien, una cosa menos de qué preocuparse. Pero siempre teníamos sobre nuestras cabezas la espada de Damocles cada vez que salíamos a comprar, a ver a nuestras madres ancianas, a trabajar en mi caso. Me llamaron por la mañana temprano para acudir al juzgado de violencia contra la mujer. A ver en qué condiciones.

   Almudena tenía miedo. Roi salía todos los días de casa. Decía que tenía que comprar harina al supermercado, o que tenía que ir a la farmacia a por paracetamol, o que necesitaba carne picada para las hamburguesas. Salía sin los medios de protección adecuados, sin mascarilla, sin guantes. Un día estuvo toda la mañana fuera, sin saber su mujer dónde estaba. A medida que pasaban los días, llegó un momento en que no daba ninguna explicación. Almudena trataba de hacerle entender que era peligroso, el virus se estaba cebando con las personas, era muy grave y tenían dos niñas a las que proteger. Roi no contestaba, parecía que le daba igual. Un día en que Roi había salido, llamó a la puerta su vecina y amiga, que sabía de su situación de tiempo atrás y le comentó a Almudena que había visto a su marido en el parque de al lado tomando cervezas con otros vecinos del barrio, que tuviera cuidado. Almudena ya había olido su aliento en otras ocasiones, pero lo dejó correr por miedo. Volvía a las andadas. Pero, ¿qué podía hacer? Encerrada en casa con las niñas se sentía vulnerable frente a su marido, quería aguantar la situación por sus hijas. En más de una ocasión sintió la amenaza cerniente sobre sus pequeñas. Todo por ellas. Pero, ¿hasta cuándo?

   En el colegio de abogados no me dieron ninguna explicación. Debía ir al juzgado y debía llevar yo protección frente al virus. Primer problema. Menos mal que yo tenía mascarillas que nos facilitó el ayuntamiento de Torrejón de Ardoz a todos los ciudadanos del municipio, todo un detalle, y los guantes y el gel lo tenía gracias a mi cuñado que tenía de sobra. En estos primeros momentos de la pandemia todo era un caos. Cogí el coche y me dirigí a los juzgados de violencia de la capital. A la entrada de Madrid había un control de policía. Segundo problema. Di con el listo de turno que me pidió la documentación. Se la facilité y me preguntó dónde me dirigía. Le expliqué que era abogado de guardia y me esperaban en el juzgado para asistir a una víctima de violencia de género. Me observó de manera extraña y me exigió que lo probara. Me sorprendí y le dije que podía llamar al colegio de abogados o al juzgado pertinente, pero desechó mi propuesta, así que se dispuso a multarme. Le dije que los letrados estábamos considerados como servicios esenciales, que se informara. Llamó a su compañero que se acercó, le explicó mi situación y el segundo agente confirmó mi versión. Menos mal que estaba más informado de las medidas y me dejó continuar viaje.

   Llegué al juzgado. Tercer problema. Me presenté como letrado de la víctima y me facilitaron copia de todo el expediente en papel. Le pedí al oficial que por favor me lo enviara al correo electrónico, que me había traído mi Tablet y lo examinaría a través de este medio, no quería tocar papel.

   -Podía habérmelo dicho antes, letrado. Ahora es imposible, tendrá que conformarse- me dijo a través de la mascarilla el oficial de turno.

   -Son las nueve en punto. Si les hubiera llamado antes, ¿hubieran cogido el teléfono? No, ¿verdad? En estas condiciones ustedes debían haberlo previsto y no poner en riesgo a nadie y hacerlo todo telemáticamente, que hay medios para hacerlo- contesté alterado. – Quiero hablar con el letrado de la administración, por favor.

   A regañadientes, el oficial se dirigió al despacho de la letrada de la administración, que era una voluminosa mujer, y salió para dirigirse a mí. Le expliqué lo que quería y le ordenó al oficial que hiciera lo que yo pedía. De mala gana, éste escaneó todo el expediente, que no era tan voluminoso, y me lo envió al correo electrónico. Le di las gracias y me dispuse a examinarlo. La verdad es que todo el juzgado tenía puesta la mascarilla para evitar contagios, pero el ambiente estaba enrarecido por la situación. Nos tratábamos con cuidado de no tocarnos y manteniendo las distancias. Al poco rato, el oficial me comentó que mi cliente había llegado al juzgado.

   Roi llegó a casa en condiciones un tanto sospechosas. Las niñas estaban acostadas y Almudena esperaba su regreso con recelo viendo la televisión. El portazo que dio sobresaltó a la mujer que dio un respingo e intuyó que algo no iba bien. Ese día cocinó ella, llegó un momento en que Roi no lo hacía, así que la mujer tuvo que encargarse de todo, la casa, la comida, las niñas… mientras su marido pasaba largas jornadas fuera de casa, con sus amigotes del barrio, sabía que su mujer no se movería. Entró en la cocina para cenar la verdura y el pescado que había preparado Almudena, pero al verlo se dirigió rápidamente al salón donde se encontraba su mujer, la cogió del pelo y se la llevó furioso a la cocina.

   -¡Esto es una mierda!¡Parece mentira que no hayas aprendido nada de mí!

   Según se lo decía le metió la cara en el plato de comida mientras la insultaba y menospreciaba. Almudena le pedía por favor que parara entre sollozos, que iban a despertar a las niñas.

   – Por esta vez pase, por las niñas, bien sabe dios que por las niñas. Pero a la próxima que me encuentre esta basura en el plato, te doy tal ostia que te mando a Burgos.

   Roi soltó a su mujer y llegó al dormitorio de las niñas. Abrió la puerta y se dirigió a ellas. Las pequeñas se sobresaltaron al ver entrar a su padre entre toses y estertores secos que salían de sus pulmones. Las abrazó con fuerza entre lágrimas de borracho mientras farfullaba algo ininteligible. Almudena entró arrebatándole a las niñas y llevándoselas al salón. Roi se marchó al baño y tras una larga meada se miró al espejo. “La culpa es de esta puta, se va a enterar”. Con la mirada perdida se dirigió al salón.

   Pasé a la salita destinada a la espera de las víctimas de violencia y pregunté por Almudena Gutiérrez entre las tres asistentes. Se levantó una mujer en la que intuía cara de niña tras la mascarilla y se dirigió a mí. Tenía un ojo hinchado y magulladuras en los brazos, según vi a primera vista. Tras las presentaciones nos sentamos un poco apartados de las demás, intentando respetar la distancia de seguridad entre nosotros. Rompí el hielo preguntando por sus hijas, en el atestado observé que formaban parte del hecho. Me comentó que se hizo cargo de ellas una vecina con la que tenía mucha amistad, y así entablamos una conversación en la que me narró toda la pesadilla vivida en su casa durante el confinamiento.

   – Pero ayer fue lo más terrible -continuó-. Llegó a casa por la noche, borracho como una cuba. Le puse la cena y comenzó a insultarme. Me agarró del pelo y me puso la cara en el plato de verdura diciéndome que era una vaga que no sabía hacer nada, entre otras cosas. Le pedí que me soltara, cosa que hizo y se marchó a la habitación de las niñas. Le vi que las tenía abrazadas mientras él lloraba y las decía algo que no acerté a comprender. Vi las caritas aterrorizadas de las gemelas, son muy pequeñas para soportar estas cosas. Se las quité como pude y las llevé al salón, dispuesta a huir de allí, pero no me dio tiempo. De repente vino Roi como un diablo, gritando, insultándome y amenazando con quitarme a las niñas. Comenzó a golpearme con los puños, me tiró al suelo y comenzó a darme patadas. Yo no hacía más que oir a las niñas llorar y gritar. No sé cuánto tiempo estuvo pegándome, pero de repente se abrió la puerta y entró mi vecina Rosa, que tiene una llave. Advirtió a Roi que había llamado a la policía y no tardarían en venir. Roi se fue corriendo de la casa y Rosa se quedó conmigo, consolándome, y esperamos juntas a la policía. Tardaron cinco minutos en presentarse y nos comentaron que habían detenido a mi marido en el momento en el que salía del portal. Rosa se quedó con las niñas mientras los policías me acompañaron al hospital, no sin miedo por toda esta situación de la pandemia, pero me atendieron muy bien, con todas las precauciones posibles, pero nunca se sabe. Me acercaron a comisaría a poner la denuncia y aquí estamos.

   – Aquí estamos – repetí.

  La imaginación vagaba por mis neuronas hasta que Almudena me preguntó si estaba bien.

   – Sí, sí. Perdone -respondí-. Estaba poniéndome en su lugar y pensaba que estas semanas han debido ser un infierno para usted. Intentaremos terminar con esto y espero ayudarla en la medida de lo posible, pero debe seguir adelante y no amedrentarse, sobre todo por sus hijas.

 Me comentó que no quería ningún mal para él, que lo que deseaba era que la dejara en paz. Que dejaría el barrio, empezaría otra vida en otro lugar, con sus hijas. No sé si en estas circunstancias se podría dejar todo y empezar de nuevo, el mundo estaba tomando un giro por su cuenta y todo estaba cambiando. Los sueños se aparcaban, las pesadillas se abrían paso por las ciudades, la vida terminaba de manera súbita. El séptimo sello daba paso a la primera de las siete trompetas del apocalipsis. Almudena se quedó pensativa, no debió verme muy seguro al decirle lo que le dije, ni yo lo estaba. Tenía una sensación extraña, de un silencio antes de la tormenta, nada iba a ser igual. No me equivocaba. Todo fue de mal en peor.

   Salí del cuarto y se me acercó el abogado de Roi, Manuel. Era un tipo ya entrado en años con una gabardina añeja que le quedaba como un serón. Estaba hecho un manojo de nervios. Me comentó que en la comisaría no tenían medios para evitar el contagio del virus. Roi tenía claros síntomas de estar enfermo, y aún así pasaron la declaración ante el agente. Manuel llevaba guantes de látex, pantalla en la cara, todo de casa. Pero daba igual, ya estaba sentenciado, al igual que los policías que estuvieron en contacto con Roi, aunque éstos tuvieron más suerte. El detenido estaba bastante enfermo, por lo que la juez estimó que lo llevaran al hospital, y allí se quedó.

   No importa lo que pasara con el procedimiento, daba igual, todo terminó de forma trágica. No para todos. Roi murió en el hospital a los pocos días de ingresar, era asmático y sus pulmones no soportaron el ataque fulminante del virus. Algunos policías también se infectaron, pero lograron superarlo, no sin esfuerzo. Almudena se infectó en casa. Las salidas y entradas de Roi fueron decisivas para que mi cliente se contagiara. No tenía patologías previas, era joven, tenía dos hijas, quería luchar por ellas. Fue cruel. Estuvo más de tres meses en la UCI del Gregorio Marañón, pero afortunadamente se curó. No podía moverse apenas, por lo que la rehabilitación fue larga, más de seis meses. Le quedaron secuelas, pero pudo rehacer su vida con las gemelas con el tiempo, mucho tiempo. Manuel también falleció, luchó durante más de un mes en la UCI, pero su corazón dijo basta, se contagió en comisaría. Me dio pena, mucha pena. Un compañero caído cumpliendo con su deber. Vamos a ver si la Mutua, el Colegio de Abogados y el resto de las instituciones están a la altura ante tal fatalidad, no lo tengo tan claro. A su funeral solo pudo acudir su viuda y dos de sus hijos. A la tristeza de la muerte se unía la tristeza de la soledad.

   ¿Qué pasó con las niñas? Tuvieron más suerte. Al no tener familiares conocidos se hicieron cargo de ellas los Servicios Sociales de la Comunidad de Madrid mientras su madre se debatía entre la vida y la muerte, a la espera de que alguien pudiera acogerlas mientras tanto. ¿Suerte dije? Sí. Belén y Facundo estaban deseando ser padres y éste fue el empujoncito que les hizo dar el paso. Informé a Belén sobre las niñas y estuvieron encantados de acogerlas en su casa el tiempo que fuera necesario. Al pertenecer Belén a la fundación ANAR, tenía contactos con asuntos sociales y pudo acoger a las gemelas con premura. Almudena no puso pegas, al contrario, ¿con quién iban a estar mejor? Dos “sobrinas” más de momento. La experiencia resultó muy positiva para todos.

   – ¿Ves por qué estamos en una situación extrema, Juanan? -me comentó Belén- No es solo por nuestra situación, que ya de por sí es arcaica, también por nuestros clientes. Si la justicia no funciona, el justiciable está en un estado de vulnerabilidad, no solo de sus derechos, sino también de su integridad física. Todo esto es nuevo, y la justicia no puede quedarse atrás, pero oyes cada cosa que se te ponen los pelos de punta. Nos va a pasar factura a todos.

   – ¿Cómo dices que se llama la asociación que habéis creado al efecto?

   – “Defenda”.



4 comentarios

  • Javiee

    “ si la Mutua, el Colegio de Abogados y el resto de las instituciones están a la altura ante tal fatalidad, no lo tengo tan claro“. Como tú muy bien dices, no lo tengo claro, yo sí. NO han estado a la altura. Ahora sólo espero que llegue un momento en que lo lamenten como también se merece algo gordo el CGAE por dejarnos desprotegidos.

    • Hola Javier. Gracias por tu comentario. Yo también lo tengo tan claro como tú. En el relato tiro de ironía y suscribo tus palabras. No han estado a la altura ni lo estarán. Yo tengo por descontado que existen intereses particulares que priman sobre nuestros derechos, que son pisoteados una y otra vez. No les interesa nuestra situación, eso es patente, y si se han movido algo es por nuestra insistencia y porque no les quedaba más remedio que hacer algo. Es así, pero hay que seguir dando más voz a nuestras reivindicaciones y seguir luchando por lo que es justo. Un saludo.

  • Irene

    Me parece que esta crónica es justo lo que tenías que escribir en esta situación, me ha encantado

    • Muchas gracias, Irene. Tenemos que alzar la voz ante problemas sangrantes que están lejos de solucionarse. Las administraciones, las entidades gubernamentales y la mayoría de las instituciones no van a ayudar si no se las presiona, y aún así, al moverse por intereses particulares no van a mover un dedo, o lo menos posible. Por lo menos que se sepa.

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