57. Hay un tigre en mi colegio

   Martina saboreaba la tostada con mermelada ajena a la buena nueva —o mala— que se avecinaba en clase ese lunes. Su padre la observaba complaciente mientras se anudaba la corbata, con las prisas habituales de siempre.

—Martina, siempre igual. Date más brillo, que llegamos tarde.

Era el pan de cada día. La niña, tranquila, miraba por la ventana los árboles del jardín que doblaban sus ramas por el viento arreciante —hoy toca abrigo— pensó. Su madre lo dejó preparado antes de irse a trabajar, junto con su uniforme recién planchado oliendo a limpio, era una de las ventajas del lunes.

Mientras escuchaba en el coche la sempiterna música ochentera que su padre sintonizaba en la radio de camino al colegio, Martina intuía a través del cristal que sería un día especial  —hoy el cole será distinto—. Y un halo de esperanza enmarcó su carita sonrosada dejando al aire sus tirabuzones rubios. La línea de su eterna sonrisa se alargó más y sus manos comenzaron a sudar de la emoción.

—No te olvides la mochila, cariño— le dijo su padre mientras la niña bajaba del coche en doble fila y le tiraba un beso al aire que él cogía al vuelo. Cuando la veía colocada en la fila del patio, aceleraba y marchaba raudo al trabajo. Pero ese día, entre el tumulto de madres y padres que se hacinaban en la entrada, le pareció vislumbrar algo extraño, rayado y borroso a través de la ventanilla ahumada, dejándole una sensación de culpabilidad que le subía por las tripas.

—Hola, Martina— saludó su tercera compañera de pupitre, con su voz de pajarito cantor cuando llegó a la fila para subir a clase.

—Hola Carla.

—¿Ya han subido los pequeñajos?

—Sí, cuando he llegado ya no estaban— contestó Martina —me ha dicho la profe que a partir de ahora subiremos por turnos, nosotros a nuestra hora, los pequeños cinco minutos antes y los mayores cinco minutos después que nosotros.

—Es verdad, los mayores todavía no están en la fila. ¡Qué raro!— replicó Carla —Tampoco están Javi y María, nuestros compis de mesa.

En ese momento, Beatriz, la tutora de las niñas, dio el pistoletazo de salida para que sus alumnos subieran al aula en silencio. Una vez se hubieron acomodado en sus respectivos lugares, Beatriz explicó la nueva situación.

—Veréis niños— comenzó con aire solemne y condescendiente—. Nos han traído un tigre blanco. Le hemos acomodado en el gimnasio para que tenga su espacio. Han nacido muchos y por lo visto no pueden cuidar de todos en el zoo. Han repartido varios por todos los colegios y debemos hacernos cargo de uno de ellos.

Los niños se miraron atónitos, unos con sorpresa y otros con temor. La tutora, al ver sus caritas les tranquilizó.

—Pero no os preocupéis, debemos seguir un protocolo muy estricto que servirá para que no haya peligro alguno. Y no lo hay, os lo garantizo. Hemos cambiado la puerta del gimnasio por una gran reja y hemos puesto barrotes en las ventanas para que no pueda salir de allí. Aún así, hemos contratado a un cuidador experto en este tipo de animales que se encargará de alimentarlo, de asearlo e intentar que se encuentre lo más a gusto posible. Daos cuenta de que es un ser vivo que necesita muchos cuidados.

—Profe, ¿podemos verlo?— preguntó Alejandro entusiasmado.

—No, no es posible. Aunque es todavía un cachorro, puede ser peligroso. Por eso hay un cuidador especial para hacerse cargo de él. Así que, de todas formas, aunque no hay peligro, no podemos acercarnos al gimnasio, para evitar accidentes, pero, lo dicho, si seguimos los protocolos no habrá ningún problema.

—¿Qué es un protocolo?— preguntó Martina.

—Un protocolo son normas que hay que seguir para que no haya ningún peligro.

—¿Y qué tenemos que hacer nosotros?— se oyó la vocecita de Felipe, el más pequeño.

—Nada, simplemente no acercarse al gimnasio y acceder a clase escalonadamente por si acaso. Pero debéis estar tranquilos, nada malo ocurrirá.

Y así comenzaron la clase, entre murmullos infantiles y la excitación lógica por la nueva normalidad. Los niños estaban más pendientes del pequeño tigre que de las fracciones equivalentes y ese día transcurrió sin más incidentes que el nerviosismo generalizado del colegio.

Martina llegó a casa y explicó agitada la novedad a sus padres. Éstos sonrieron con semblante serio sin decir nada. Su madre rompió el hielo y le explicó que ya lo sabían, que el colegio les había informado y que guardaron el secreto para darle una sorpresa. La niña ya sabía discernir el estado emocional de sus padres, conocía si estaban tristes o alegres, si calmados o irritados, y esta vez veía en ellos la sombra de la preocupación ¡Eran diez años conviviendo con ellos! Pero no les dijo nada, sus razones tendrían.

Y así pasaron los días, sin incidentes, sin preocupaciones, normalizando la situación. Si algún pequeño percance ocurría con el tigre, nadie se enteraba, la dirección del colegio no quería preocupar a padres y niños, y éstos seguían con sus rutinas académicas fomentadas por los profesores. Martina barruntaba en ellos el mismo semblante que tenían sus padres, pero quizá fueran imaginaciones suyas, que no le faltaban. Sí que notó la falta de algún que otro alumno, no solo de su grupo, también de otras clases tanto de los mayores como de los peques. Nadie preguntaba, nadie daba explicaciones, nadie se alteraba, la vida seguía sin problemas aparentes, con un caparazón de irrealidad que se respiraba en el ambiente.

Pero pronto comenzaron los murmullos entre los pequeños.

—Pues mi padre me ha dicho que un tigre se ha escapado de un colegio de Almansa y ha atacado a un profesor, y está en el hospital— le comentó Carla por lo bajini.

—Pues yo he visto en las noticias que hay tigres por todos lados, que se han escapado y que campan a sus anchas por todas partes— contestó Martina con seguridad— Mis padres no me dejan ver la tele cuando hablan de ello, pero no soy sorda y lo escucho.

—¿Y si se escapa aquí? ¡Qué miedo!

—¿Y dónde está Almansa?

—No sé, debe estar en el extranjero.

—Pues mi abuelo dice que todo es mentira— saltó Adrián, nuevo compañero de mesa de las niñas. —Dice que es un invento para meternos miedo. ¿Vosotras habéis visto el tigre? No, pues eso.

Martina estaba convencida de que era cierto, sus padres y los profes no les mentirían, pero, nunca se sabe. Cuando terminó la clase, se dirigió a su tutora y le preguntó si alguna vez el tigre se había escapado. La mujer la tranquilizó asegurando sin convicción que eso nunca iba a ocurrir, que la escuela era un lugar totalmente seguro y que todo estaba bajo control. Solo había un diez por ciento de posibilidades de que el tigre escapara, y aunque eso ocurriera, las posibilidades de que atacara eran mínimas. Martina ya había dado la lección de los porcentajes en clase de matemáticas, y no parecía un porcentaje muy alto. Pero pensando detenidamente en casa calculó, observando el calendario de la cocina, que los días de colegio eran unos doscientos al año, y que un diez por ciento de doscientos es veinte, y que eso equivalía a dos veces cada veinte días, y que a su vez equivalía a una vez cada diez días, ¿y si se habían equivocado en los porcentajes y eran más altos? ¿y si lo hacían para que no tuvieran miedo y tranquilizarles? ¿y si el tigre se escapa y no lo pueden controlar? Al fin y al cabo, es un animal salvaje, y ya han pasado unos meses y ha crecido, y es más peligroso, y… tiene unos dientes muy afilados, y… tiene unas garras muy grandes, que lo había visto por internet, y… solo hay un cuidador, y… si se escapa no va a poder controlarlo…

Mientras su cabecita cavilaba todas estas cuestiones, entró su padre en la habitación para advertirle que se lavara los dientes y se pusiera el pijama. Le trasladó todos sus recelos, lógicos por otro lado.

—¿Tengo que ir a la escuela?

—Sí, hija, no hay más remedio. Sabes que es obligatorio y nos podemos meter en un lío si no te llevamos. Tampoco tenemos con quién dejarte. Papá y mamá trabajan y no podemos ocuparnos de ti durante el día.

—Ya, pero…

—Además, ¿dónde vas a estar mejor que en la escuela? Con tus amigos te los pasas bien, ¿verdad? Es bueno que estés con ellos, y si no vas, te perderías tantas cosas…

Vale, Martina suponía que su padre tenía razón, aunque no comprendía muy bien qué se perdería si no acudiera a la escuela. Ella creía que tenía más peso el hecho de que había un tigre en el colegio que podía escaparse y hacer mucho daño que jugar con sus amigos y aprender lo que enseñan en el colegio. Que sí, que si ese tigre estuviera en el zoo, o en la selva, sería razonable, pero su mente de niña no entendía que los padres enviaran a sus hijos a un potencial peligro solo por socializar con los compañeros.

Y siguieron pasando las semanas sin ningún incidente en el colegio, pero un día vio un tigre suelto por la calle rodeado de personas con uniforme que trataban de atraparlo, otro día se encontró con otras personas que llevaban tigres atados paseando como si fueran perritos, y personas que cambiaban de acera al toparse con esos perritos a la vez que increpaban a los dueños. Veía por la tele que los hospitales estaban llenos de gente a los que había atacado un tigre, que las personas no podían reunirse más de seis porque estos animales atacan a los grupos numerosos de gente para asegurarse una presa —¡pero si en clase somos veinticinco!—, que los bares cerraron porque el olor a comida también les atraía. Pero todo era normal, todo cotidiano, todo lineal. Nada era lo mismo, pero la gente vivía como si no ocurriera nada inusual.

Carla le comentó un día que su hermano mayor le había dicho que una escuela de la ciudad había cerrado porque su tigre se había escapado y había atacado a varios alumnos y profesores, y que muchos estaban en el hospital.

—¡Que es mentira, que los tigres no existen!— insistió Adrián.

—Sí que existen, ¿no has visto ninguno por la calle? Yo sí— contestó Martina.

—¡Tú flipas! Yo no he visto ninguno, y os creeré cuando lo vea.

—¡Pues bajemos a verlo!— propuso Carla.

—¿Cómo?

—Después del recreo nos escapamos un ratito y nos colamos en el gimnasio, para que este tonto se convenza.

—Vale, quedamos en eso—. Afirmó Martina con decisión.

Adrián no estaba muy seguro de querer verlo, no fuera que el tigre existiese de verdad, pero accedió para demostrarles a esas niñatas que se equivocaban.

Cuando sonó la sirena de vuelta a clase tras el descanso de treinta minutos, las tres personitas se escondieron en un rincón para no ser vistos por los profesores que estaban al tanto de ellos en el recreo, los cuales ni se percataron de la corta ausencia de los niños. Una vez todos hubieron subido a sus respectivas aulas, salieron de su escondite y se dirigieron al gimnasio, que se encontraba al otro lado del edificio, junto a la clase de robótica. Cruzaron la primera puerta que daba a un pequeño vestíbulo antes de dar con la reja de metal colocada al efecto y se asomaron a través de ella. Descubrieron en la otra punta del gimnasio una gran jaula donde se encontraba el tigre, y, al lado, al cuidador sentado leyendo tranquilamente un libro. El tigre era imponente, blanco y precioso, como un gato gigante. Se encontraba tumbado, reposando un gran trozo de carne que había engullido hacía diez minutos. Los niños se quedaron ensimismados ante la espeluznante y a la vez fascinante figura del gran felino asiático. Súbitamente, el animal levantó la cabeza, olfateó la nueva fragancia infantil que le llegaba a través del aire y comenzó a rugir. Comenzó a recorrer la jaula de punta a punta, nervioso, mientras observaba a los niños apostados en la reja. Se asustaron y salieron de allí sin echar la vista atrás, ajenos a lo ocurrido después. Subieron a clase. La tutora les apercibió de su retraso, pero los niños no dijeron nada de lo ocurrido, nadie se iba a enterar.

El día siguiente llamaron del colegio a la madre Martina para confirmarles que cerraban el colegio durante diez días, tiempo necesario para calmar los ánimos del gran félido y tratar de evitar una desgracia. La niña acogió la noticia con mucho agrado, lo tomaría como unas pequeñas vacaciones de invierno, a pesar del trastorno que suponía para sus padres el tener que quedarse con ella en casa. Su madre podría teletrabajar durante ese tiempo, pero era un fastidio.

Y así pasaron los diez días. Todo se calmó. Martina volvió al colegio, el tigre seguía allí, y todo volvió a normalizarse. Eso sí, Adrián no regresó, al igual que algunos niños más. Su tutora no estaba tampoco, había una nueva —qué extraño—. No supieron qué fue de ella, no quisieron darles explicaciones. Los niños se adaptan a todo, o eso dicen, pero Martina notaba gusanos en la tripa cada vez que acudía a clase, desde que se levantaba hasta que salía del colegio, y estaba segura que a la mayoría de sus compañeros les pasaba lo mismo. Pero ya no hablaban, ya no reían, ya no jugaban, y solo pensaban: ¿Quién lleva a sus hijos a un colegio con un tigre en el gimnasio?



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