44. CABEZA BORRADORA
- 9 mayo, 2019
- Posted by: Anselmo Carrasco Merlo
- Categoría: Crónicas de un abogado de oficio

C
Las vecinas comentaban lo ocurrido. Tampoco lo conocían tanto, pero el murmurar siempre se les dio tan bien, que una vez más no importaba. Con esto tendrían para una buena temporada. Cuando la ambulancia se llevó a Petra, las señoras no cabían en sí de indignación. Las vecinas de Petra, lo tenían claro: su querida amiga había sido asesinada por su yerno, ya lo veían venir.
—La hija es una pánfila, está ciega con ese hombre— comentó la del tercero.
—Ya lo dijo Petra, ese hombre le tenía inquina. Y mira, pobrecilla— apuntó la del cuarto.
—Ya sabes, estos militares son muy serios y rectos, y me han dicho que el matrimonio no se lleva bien, ya ves. No me extrañaría que se divorcie la hija de él, porque es más malo que el «matacán».
—Pues a mí me han dicho, que con sus hijos tampoco se lleva bien, que siempre están discutiendo porque el padre les exige mucho y los chicos no lo soportan.
—Y bla, bla, bla…
Mientras las dos ancianas estaban conversando en voz baja sobre lo ocurrido la semana anterior, y cosas de más, en el estrecho descansillo del tercer piso, llegó la tercera no sin esfuerzo, su artrosis le obligaba a subir del piso inferior descansando unos segundos en cada uno, y gracias a la garrota. Era un edificio antiguo. La comunidad estudió la manera de poner un ascensor, pero no era viable.
—Cada vez me cuesta más subir. Cada vez que tengo que bajar a comprar, me las veo y me las deseo hasta que llego a casa. En fin, la edad no perdona —se quejó la del segundo al llegar donde estaban sus vecinas.
—Si es que ya estamos con un pie en la tumba, no tenemos remedio—apuntó la del tercero sentando cátedra.
Las tres octogenarias eran unas chismosas, por qué no decirlo. Sus respectivos hijos e hijas venían de vez en cuando a echarles una mano, pero se apañaban bien viviendo solas y pasaban el rato murmurando del vecindario, cada una con su medallita del servicio de teleasistencia, a su edad era conveniente tenerlo.
—Pues su hija me ha dicho que ha muerto de una subida de azúcar—continuó la del segundo—, que se la encontró finada a la mañana siguiente en el sillón, tapadita con una manta. Pero yo no me fio. Ese hombre la tenía una rabia tremenda, ya sabéis, las relaciones entre yernos y suegras casi nunca es buena.
—Ese hombre nunca me ha inspirado confianza. Es un maleducado y un grosero. Con ese peinado a lo militar, parece un lápiz de esos con goma para borrar que tiene mi nieto —dijo divertida la del tercero—. Además, Petra me decía que le tenía miedo cada vez que venía, siempre estaban discutiendo. Yo lo escuchaba siempre gritar, cosas como que no se metiera en su vida, que le tenía hasta los mismísimos, y burradas parecidas.
—Claro, tú eres experta en escuchar por las paredes —rió la del segundo.
— ¡Calla, tonta! Si se ponen a gritar, pues yo escucho, no hago mal a nadie. En fin, que creo que la culpa es del yerno, y de la hija, por tonta, y por no atender a su madre como es debido. A todas nos pasa un poco lo mismo, ¿o acaso os lleváis bien con vuestras nueras y yernos?
—Mi hijo hace ya dos semanas que no viene a verme — comentó la del cuarto—. Me llama casi todos los días, pero no viene a verme.
—Pero tu hija y tus nietos sí, no te quejes. Yo tengo una hija y como si no la tuviera. Vive tan lejos que la cuesta venir a ver a su madre— se quejó la del tercero.
La del segundo la miró con desconcierto y le saltó:
—Tu hija te ha dicho mil veces que te fueras a vivir con ella a Logroño, y no te sale de ahí irte, así que no hables. Nuestros hijos y nietos tienen su vida, y tienen que vivirla. Nosotras nos apañamos bien, ¿o no?, así que dejemos el asunto en paz, no os quejéis tanto. Y entremos a tu casa, danos un café o algo y seguimos hablando.
Entraron en el piso de la del tercero, se sentaron alrededor de la mesa camilla de la salita de estar y siguieron hablando y hablando. Estuvieron toda la tarde de cháchara intentando dilucidar lo que había pasado con la vecina de enfrente, y llegaron a la conclusión de que efectivamente el yerno tenía algo que ver en su muerte, pero no podían demostrarlo.
A la mañana siguiente llamaron a la puerta de la señora del tercero. Al abrir, se encontró con la hija de Petra.
—Estamos limpiando el piso para ponerlo en venta. Tenemos una caja llena de ropa que a lo mejor usted podía aprovechar, o sus amigas.
La señora lo tomó y se lo agradeció. Ladeó un poco la cabeza para descubrir que en el piso de Petra estaba su yerno, ese del pelo como goma de borrar, embalando trastos.
—Así que tendremos nuevos vecinos. Muy bien, pero espero que no nos den guerra. Aquí quedamos cuatro viejas y no queremos que venga nadie molesto, ya sabes, necesitamos tranquilidad ya a nuestra edad.
—No se preocupe, hasta que lo vendamos estará una buena temporada vacío. Por cierto, mi madre le dejó una llave del piso. No, no quiero que me la devuelva. Prefiero que se la quede por si pasa algo. Nosotros vivimos lejos y nos viene bien que usted la tenga, si no le importa.
La señora ni se acordaba de que tenía la llave. Accedió a quedársela para ayudar a esa niña a sus ojos. La vio crecer en el vecindario, igual que a su hija y a los hijos de las demás. Eran como una gran familia, pero ahora estaban solas. Los chicos volaron de allí, era algo inexorable. Siempre sufría de lagrimal al rememorar viejos tiempos en que los niños jugaban en el descampado de enfrente, y ellas tan jóvenes.
—Pero, ¿cómo vamos a entrar, mujer? Eso está prohibido —dijo alarmada la señora del cuarto.
—Me han dejado la llave por si pasa algo. Si nos sorprenden dentro, decimos que hemos oído un ruido y hemos entrado por si ocurría algo y ya está —intentó convencer la del tercero a sus vecinas—. ¡Pues sí que tenéis miedo!
Decidieron entrar esa noche. Tenían que hacerlo pronto antes de que terminaran de recoger la vivienda. Querían descubrir alguna prueba que incriminara al «goma de borrar», así que quedaron para esa noche porque estaban seguras de que no iría nadie.
Quedaron en casa de la del tercero, punto de partida para su particular investigación.
— ¿Y qué vamos a buscar? —preguntó la del segundo, con aire temeroso.
—Pues algo, no sé, algo que nos dé alguna pista de lo que pasó. Si tienes miedo no entres, que te veo «acojonaita». Mejor no entres, anda —le recriminó la del tercero.
—Sí, sí. Yo entro con vosotras, y que sea lo que Dios quiera.
—Pero entramos, miramos lo que sea, y salimos rápido, ¿eh?, que no quiero líos —, comentó la del cuarto acelerada.
—¡Si tenéis miedo, no entréis! ¡Ya voy yo sola, que parecéis tontas! ¡Tanto miedo, tanto miedo! ¡Que no va a pasar nada! — las reprendió la del tercero.
Al final accedieron a entrar no sin cautela. Salieron al descansillo y se dirigieron a la puerta de Petra. La del tercero llevaba la llave temblorosa y le costó meterla en la cerradura. Las otras dos se mantenían detrás con el corazón latiendo a mil por hora. Lograron entrar, les abofeteó un olor fuerte a cerrado y a naftalina que identificaron característico de su amiga «asesinada». Encendieron la luz y entraron al salón, no observaron nada inusual. Su escaso mobiliario seguía como estaba, no lo habían tocado. Estaba el sillón de eskay (—ahí la encontraron, pobrecita,— murmuró la del tercero), la mesa camilla rodeada de sus cuatro sillas (—ahí jugábamos al chinchón, qué pena—, comentó la del cuarto), y la vieja «boiserie» donde se encontraba la televisión (—ahí veíamos la novela, no somos nadie—, dijo la del segundo), todo con el aire rancio que desprenden los muebles viejos.
—Aquí no hay nada, vámonos —pidió la del cuarto.
— ¡Cállate! Si acabamos de entrar —le regañó la del tercero.
Continuaron hacia la cocina, pequeña, de «postguerra», con azulejos verdes y muebles blancos y viejos, también rancia.
—En este cajón guardaba las pastillas —indicó la del segundo señalando el primer cajón de un pequeño mueble bajo—. Lo sé porque muchas veces le vi sacarlas de aquí. Además tomaba las mismas que yo.
La del cuarto comentó que Petra no hacía mucho caso a los médicos. Se tomaba las pastillas, sí, pero no seguía la dieta que le recomendaron, y comía lo que quería. Más de una vez tuvo un susto, alguna subida de tensión o de azúcar que casi la manda al otro barrio. Estaba una temporada haciendo la dieta, pero cuando ya estaba bien volvía a las andadas. No lo podía evitar.
—Le dije que en algún momento tenía que explotar —continuó la del cuarto—, pero no hacía caso. Decía que ya había vivido bastante y que no se iba a privar de comer, que era lo que más le gustaba, y mirad lo que ha pasado, en fin.
Abrieron el cajón y allí continuaban los fármacos de Petra, bien colocados junto con informes médicos y papeles varios. Tenía dos cajas de cada medicamento: valsartán para la hipertensión, fluvastatina para el colesterol, y ácido acetilsalicílico para la circulación.
La del segundo volvió a mirar las cajas de las medicinas, y revolvió un poco el cajón, buscando al fondo de éste:
—Qué raro, faltan las del azúcar.
—Se le habrán acabado, o se las ha llevado su hija —supuso la del tercero.
—Puede ser, pero, ¿para qué las quiere su hija? Petra era muy estricta con las medicinas, y siempre tenía dos cajas de cada, por si acaso. Cuando se le acababa una, iba inmediatamente a la farmacia a por otra. Le gustaba tener de retén.
—Las tendrá en otro lado, en su habitación quizá— apuntó la del cuarto.
Las tres señoras se acercaron a su habitación. Buscaron por los cajones de los añejos muebles que formaban parte de la pequeña alcoba, pero sin éxito. Pasaron al baño mínimo de baldosines amarillos y miraron en el mueble-espejo donde guardaba pomadas, jabones, pegamento dental y otros productos típicos del baño, pero ni rastro de la metformina que tomaba para regular el azúcar.
—Seguro que ha sido cosa del yerno. Se ha llevado las pastillas para fastidiarla, estoy convencida —dijo la del cuarto.
—O las ha escondido para que no las encontrara. El muy bastardo —afirmó la «jefa» de tercero.
Comenzaron a buscar por separado por toda la casa, pensando dónde podía haber escondido ese yerno de la «cabeza borradora» las pastillas de su amiga, o un sitio donde no pudiera acceder. La del segundo buscó por la cocina sin resultado. Pero vislumbró algo encima del mueble escurreplatos que estaba colgado en la pared, pegado al techo, encima de la pila.
— ¡Chicas!¡Venid!¡Creo que las he encontrado!
Llegaron las dos ancianas a donde estaba su compañera y miraron en la dirección que les señalaba. Parecían las cajas de metformina que faltaban en el cajón. No llegaban, era imposible si no se subían a una banqueta, y Petra era incapaz incluso de eso, por lo que alguien las puso allí con la intención de que la pobre anciana no tuviera acceso a las pastillas, eso es lo que dedujeron las tres vecinas.
—Ha sido él, cada vez lo tengo más claro, ¡qué malvado! —masculló la del tercero.
—Pobre Petra —lloró la del cuarto —, no puedo dejar de pensar en ella. No valemos para nada, ni para defendernos.
—Seguro que le escondió las pastillas para que no pudiera cogerlas, y estoy convencida de que le obligó a tomar algo con mucho azúcar para que le diera un jamacuco y se quedara en el sitio —afirmó la del tercero. —Pero a ver cómo lo probamos.
Estudiaron cómo bajar aquellas cajas del mueble. Intentaron hacerlo con la garrota de la del segundo, pero lo único que conseguían era meterlas más adentro. Y el subirse a una banqueta o una silla estaba descartado, la del segundo usaba bastón a raíz de una rotura en la cadera que se produjo por subirse a una silla para quitar unas cortinas, y las señoras cogieron miedo.
—Pues tenemos que decírselo a la hija, no hay más remedio —decidió entonces la del tercero.
—Pero se va a enterar de que hemos fisgoneado en la casa. ¡Huy, yo no, yo no! —la del cuarto era muy miedosa.
—A la policía, hay que ir a la policía —dijo con decisión la del segundo.
—No nos van a creer. Pensarán que somos una viejas chismosas y encima nos pueden decir algo por entrar en la casa sin permiso. Hay que decírselo a su hija, tenemos confianza con ella, ¿no?
Así que decidieron llamar a la hija de Petra y contarle lo que habían averiguado sobre su marido. Pondrían la pelota sobre su tejado, que decidiera ella si denunciaba a su marido o no. Ya era muy tarde, y decidieron ir a sus respectivas a casas a intentar descansar después de tanta excitación. Tenían la tensión por las nubes.
—Parece que me va a dar algo, seguro que esta noche tengo que dar al botón de la medalla —la del cuarto siempre tan hipocondríaca.
A la mañana siguiente quedaron en casa de la del tercero para realizar la llamada fatídica. Querían decírselo con el tacto que no tenían, así que decidieron que fuera la del segundo, decían que hablaba mejor. Cogió el teléfono a la tercera llamada. La anciana respiró hondo y le contó todo lo que habían averiguado y sus sospechas sobre su marido.
—Me ha dicho que viene ahora mismo, que estaba su marido delante y que no quería que se enterara de la llamada —comentó la señora al colgar.
Así que esperaron nerviosas lo que tardó la hija de Petra en atravesar toda la ciudad, tiempo que se les hizo eterno hasta que oyeron el timbre de la entrada. Dieron un respingo y abrieron la puerta. La mujer entró sofocada y le invitaron a pasar a la salita de estar y a sentarse. Se mantuvo callada mientras las tres señoras le explicaban con pelos y señales todo lo que habían descubierto y lo que creían que había pasado.
—Pero eso es imposible, no puedo creerlo. Mi marido no ha podido hacer una cosa así. Sé que tenía choques con mi madre, pero de ahí a llegar a cometer lo que me dicen ustedes, no me lo creo.
—Hija, a veces estamos ciegas de amor y no vemos la realidad. Nosotras estamos convencidas de lo que hemos visto, y queríamos decírtelo antes que ir a la policía —le comentó la del tercero.
—Que no, que están confundidas. Estoy segura de que ustedes han supuesto lo que no es. Mi madre ya había tenido problemas con las subidas de azúcar. Ustedes saben que no se cuidaba nada, y en algún momento tenía que ocurrir.
—Y las pastillas, ¿qué hacían encima del mueble? Tu madre no las pudo dejar allí, alguien las escondió para asegurarse de colocarlas fuera de su alcance —dijo la del segundo.
—No sé, alguna explicación tiene que haber, pero estoy segura de que están equivocadas, ya les digo, se veía venir.
—Ya, pero…
—¡Cállense ya, viejas chismosas y estúpidas entrometidas! —interrumpió bruscamente la hija de Petra, levantándose del asiento— ¿Por qué han tenido que entrar en mi casa? Ahora el problema lo tienen ustedes.
Las tres señoras se quedaron blancas. No podían creer lo que estaban escuchando, así que callaron muertas de miedo. La hija de Petra paseó nerviosa por la habitación.
—¡Tenían que entrar en la casa!¡Tenían que fisgar en nuestras cosas!¡Viejas estúpidas!
Las ancianas se juntaron más en el sillón, con los ojos desorbitados.
—¡Es mi marido!¡No puedo consentir que vaya a la cárcel! Ya sé lo que ha pasado, me lo ha contado, pero eso a ustedes no les incumbe. Mi marido y mis hijos son mi familia.
—Pero era tu madre —acertó a decir la del segundo.
—Mi madre ha muerto por una subida de azúcar, y se acabó —dijo tajante—, mi marido sabrá qué hacer con ustedes.
Llamaron a la puerta y la hija de Petra salió de la sala para abrir, advirtiendo a las tres de que no se movieran. La del tercero aprovechó para apretar el botón de teleasistencia que tenía bajo la bata.
—Socorro —dijo en un susurro a la voz que estaba al otro lado.
De repente apareció «cabeza borradora» con su mujer, la señora calló y la voz del teléfono se mantuvo a la escucha.
—¿Qué hago con ustedes? —dijo tranquilamente el hombre musculoso, con tono marcial—. No sería difícil hacerles lo mismo que a la vieja, nadie se iba a enterar.
El yerno daba vueltas en la pequeña habitación mientras la hija de Petra se mantenía apoyada en la puerta de la salita, sin dejar de atusarse la coleta.
—¿Qué nos van a hacer? —preguntó la del cuarto a la del tercero.
—Calla, mujer. Tenemos que entretenerles como sea.
La del tercero se repuso y preguntó:
—La obligaste a tomar azúcar, ¿verdad? Escondiste las pastillas para que no pudiera tomarlas y así pareciera que murió como no era extraño que muriera.
—¡Qué lista, la vieja! ¿Has llegado a esa conclusión solita? —dijo «cabeza borradora» observándola con una sonrisa malévola, mientras tiraba sobre la mesa camilla las dos cajas de pastillas—. Pues sí, le obligué a tomarse varios vasos de agua azucarada hasta que quedó inconsciente. La tapé «con cariño» con su mantita y se quedó tranquilita en su sillón. Puse las pastillas del azúcar fuera de su alcance, por si acaso, y me fui. Amaneció muerta, lógicamente, como van a amanecer ustedes mañana sin que nadie se entere.
Las tres mujeres estaban aterradas. La del segundo se aferró a su camafeo de la virgen del Rosario, la del tercero cogió de la mano a sus amigas, y la del cuarto comenzó a llorar sin lágrimas y en silencio.
—Pero, ¿cómo lo haremos? —continuó flemático, mirando a su mujer—. No sé, miraré en la cocina a ver qué encuentro.
—¿Qué vas a hacer? No puedes hacerles daño. Me dijiste que solo les ibas a asustar para que no hablaran —dijo la hija de Petra mientras se dirigían a la cocina.
El hombre buscaba en los cajones sin contestar, mientras su mujer le seguía nerviosa. Encontró un cuchillo de cocinero de grandes dimensiones, acudió a la salita de estar y se apoyó en el umbral de la puerta ante la aterrada mirada de las mujeres.
—Miren lo que he encontrado. Me encanta —dijo mirando el cuchillo—. Rápido y eficaz. Van a sufrir lo menos posible, se lo prometo.
En ese momento, la hija de Petra que venía tras él, golpeó con fuerza a su marido en la cabeza con la gran sartén con que la dueña de la misma hacía las migas. «Cabeza borradora» cayó desplomado al suelo y la mujer soltó el arma improvisada con gran estruendo.
Al minuto se oyó la cerradura de la puerta y entraron dos policías con arma en mano, encontrándose a la hija de Petra paralizada y su marido inconsciente a sus pies. La voz del teléfono hizo su trabajo.
Ese fin de semana tuve que prepararme bien el juicio que tenía el martes siguiente. Se trataba de una mujer que estaba imputada como cómplice en un delito de asesinato, con la agravante de parentesco al ser su madre la víctima. Yo esperaba que la absolvieran a pesar del escrito de acusación del Ministerio Fiscal, ya que, según las pruebas aportadas, no tuvo nada que ver en la ejecución de dicho delito. Según los hechos probados, la mujer supo del ilícito penal cuando su marido, que fue el autor material, le confesó el crimen. Ella lo quiso encubrir. Así lo atestigua su declaración, la declaración de su marido, que confesó el crimen, y las manifestaciones de las tres señoras que descubrieron cómo fue asesinada su vecina. También la declaración de la operadora del teléfono de teleasistencia fue clave para inculpar al supuesto autor del crimen, que escuchó y grabó todo lo ocurrido en casa de la señora del tercero mientras alertaba a la policía. Peor lo tenía el compañero que defendía al marido, las pruebas eran concluyentes y pasaría una temporadita a la sombra.
Les llegaron a llamar «las heroínas de Vallecas». Gracias a las tres ancianas se resolvió un crimen que a priori parecía una muerte natural. No podemos infravalorar la ancianidad: su intuición, su valentía y su bendita insensatez fueron claves para la resolución del caso.
Cabeza borradora: película producida por David Lynch y American Film Institute.
Estupendo me ha encantado no podia parar de leer para llegar hasta el final.
Muchas gracias Pilar, me alegra que te haya generado esa intriga para que continúes leyendo. Un saludo.