31. LA FUERZA DE UN SER MENOR

         La mayoría de las veces damos por hecho que las noticias que vemos en el telediario o leemos en los periódicos son ciertas, sin ver más allá de las mismas. Tenemos una percepción sesgada de la realidad dependiendo de nuestra condición política, religiosa, social e incluso familiar. Normalmente no somos abiertos de miras: nos nutrimos de la información según nuestra posición ideológica en la que nos encontremos, y de ahí no salimos. Cada periódico, cada cadena de televisión, cada emisora de radio, tiene unos ideales políticos o religiosos, y nos llega su información según su punto de vista. Lo veo peligroso. Los medios de comunicación son un instrumento muy poderoso que repercuten mucho en la opinión pública, y hacen que ésta varíe de un lado a otro según su conveniencia.

            Hace un par de años, recuerdo que me tocó un frenético caso que fue complicado de dilucidar, y que me marcó muchísimo. Los medios de comunicación se hicieron eco de este suceso e hicieron que la gente juzgara precipitadamente. Fue uno de los peores momentos de mi vida profesional y personal, ya que, a la complicación del caso, se añadía el adverso sentir popular. Trascendió tanto a la opinión pública que se sentía la presión mediática y a punto estuve de caer en picado en más de una ocasión. Se resolvió de la mejor manera posible dentro de la gravedad de los acontecimientos, la realidad fue más devastadora que la apariencia.

            Me acuerdo que era un sábado. Yo empezaba la guardia de detenidos esa noche, y no sé por qué pero me imaginaba que tenía todas las papeletas para que me encasquetaran este caso. Estaba comiendo con unos amigos cuando dieron la noticia de que habían encontrado a un niño de ocho años asesinado en un pequeño pueblo de la comarca de Las Vegas, al sureste de Madrid, y habían detenido al presunto autor del crimen.

            – Esta noche entras de guardia por aquella zona, ¿verdad? – me preguntó mi mujer. – Lo mismo tienes que atender esta noche al que han detenido.

            Yo asentí sin ninguna gana, intuyendo que seguramente fuera así. No me apetecía llevar un asunto como éste, no tanto por la complejidad del caso como por la repercusión mediática que acompañaba a un suceso de estas características, así como que la muerte de un niño era un tema delicado, y no es plato de buen gusto defender al autor de un crimen como ese.

            Efectivamente, yo entraba de guardia a las diez de la noche, y justo a esa hora me estaban llamando para asistir lo antes posible a un detenido en esa localidad, que era urgente. Pregunté si era el grave asunto del que se habían hecho eco todos los medios. El hombre me contestó que desgraciadamente sí. No pude por menos que dar un respingo, respirar y afrontar esa noche con paciencia. Me dieron el teléfono del cuartel de la Guardia Civil porque primero querían hablar conmigo. Llamé y me pusieron con el agente al cargo. Muy amable me explicó que entrara directamente con el coche al recinto donde aparcan los coches patrulla, que le diera los datos del mismo para abrirme la reja en cuanto me vieran por las cámaras de seguridad. Cuando llegué supe por qué. Había unas doscientas personas con pancartas gritando en la puerta del cuartel. – ¡Pena de muerte! ¡Asesino! – y muchas otras barbaridades que no quiero ni recordar. Se me ponían los pelos de punta. Si el presunto homicida saliera por la puerta, estoy seguro de que lo lincharían allí mismo.

            – Gracias por su premura, letrado. – Me dijo el guardia civil que me estaba esperando. – La gravedad del asunto nos tiene un poco desbordados. Ya sabe cómo son estas cosas, la gente juzga sin saber todavía qué es lo que ha pasado, y ya están condenando al chaval. – El agente hablaba con temor.

            – Me da la impresión de que todavía no lo tienen ustedes claro. – Le dije – ¿Me podría decir qué es lo que ustedes saben?

            – Seguramente el juez declare secreto de sumario, y el atestado no podemos enseñárselo, ya conoce el procedimiento. – Yo asentí – Sólo le puedo decir que a Abel le veo incapaz de hacer algo así, aunque las pruebas son claras. Es un chico de treinta años que tiene una discapacidad mental. Al pobre lo tienen como el tonto del pueblo, y nunca se ha metido en ningún lío, por eso me extraña, le conocemos bien y era amigo de ese niño. Quizá se le haya cruzado un cable, veremos cómo continúa la investigación.

            – Bien, no se preocupe. Cuando me persone en la causa supongo que me dejarán instruirme en el juzgado. Ahora imagino que pasaremos la declaración. Me permitirá, dada la gravedad del caso, que me entreviste antes con ¿Abel, me dijo que se llamaba?

            – Sí, no se preocupe. Pero se ha cerrado en banda y se ha quedado mudo. No sé si hablará con usted.

            Entré en una fría sala que tenían habilitada al efecto, con dos solitarias sillas y una vieja mesa metálica. Esperé unos minutos hasta que trajeron a mi presencia al supuesto asesino. Yo no lo vi como tal. Era un chico asustado, con apariencia de niño, que me miraba con ojos llorosos, muy delgado. Nos quedamos a solas, pero por más que le preguntaba de su boca no salió palabra alguna, se limitaba a bajar la cabeza y llorar. Le expliqué que íbamos a pasar la declaración y le aconsejé que no declarara. Abel asintió y en eso quedamos. Entramos a la oficina donde pasamos aquel trámite y así lo hicimos. Cuando terminamos, a Abel se lo llevaron a calabozos. El agente me comentó que pasaría a disposición judicial al día siguiente, pero que todavía estaba pendiente el informe de la autopsia y las pruebas de ADN, además de otras pruebas accesorias.

            Cuando salí con el coche, tuve que pasar a través de la jauría humana, que no sé por qué, sabían que yo era el letrado de Abel. Empezaron a insultarme, zarandear el coche y sentí en la luna trasera cómo impactaban huevos y otros proyectiles que me rajaron el cristal. Los agentes que custodiaban la puerta tuvieron que emplearse a fondo con ellos para que yo pudiera salir de allí.

            Al día siguiente, me dejaron instruirme en el juzgado de instrucción a pesar de que se declaró el secreto de sumario. El asunto iba a pasar a la Audiencia Provincial y yo tenía la obligación de llevar el asunto hasta el final, así que me personé en el procedimiento.

            El atestado explicaba lo siguiente: Según el padre, Héctor se marchó con dos amigos y con Abel, cada uno con su bicicleta, por el camino de la ermita, que estaba como a un kilómetro y medio de su casa. Allí había una pradera donde los niños jugaban sin peligro. El niño tenía instrucciones de regresar a la hora de la comida. Los padres de Héctor estaban separados y cada uno tenía una nueva pareja. Al niño le compraron un teléfono móvil para que lo llevara siempre que salía de casa, y para que estuviera siempre localizado por sus padres. Ese fin de semana tocaba tenerlo a Héctor padre, y al niño le encantaba ir al pueblo donde residía su padre con su pareja porque se lo pasaba muy bien. Su madre y su nueva pareja residían en Madrid, y la relación con su ex marido era cordial.

            El padre, a ver que su hijo no acudía a casa a comer, pasados quince minutos de las dos, lo llamó por teléfono sin obtener respuesta. Decidió salir a buscarle a la ermita y, en mitad de camino, a un lado de éste, le pareció ver a Abel llorando y gritando “qué te he hecho, qué te he hecho”. Se acercó corriendo y vio que estaba sentado en el suelo con su hijo en brazos, con la cabeza ensangrentada. Le apartó bruscamente de Héctor y comprobó que estaba muerto. Lo abrazó y comenzó a llorar y maldecir a Abel. Se dirigió a éste con la intención de agredirle, cosa que hizo pero paró y decidió llamar a la Guardia Civil, sujetando a Abel para que no pudiera escapar.

            Los coches de la Benemérita llegaron enseguida junto con una ambulancia, llevaron corriendo al niño al hospital pero solo pudieron certificar su muerte. Detuvieron a Abel, que estaba en estado de shock y no habló desde entonces. El padre del niño sufrió un ataque de ansiedad y tuvieron que llevarle a un centro médico, donde más calmado, explicó lo que había visto. No tenía duda de que fue Abel quien mató a su hijo, aunque le sorprendiera, ya que eran muy amigos y nunca tuvieron ningún problema, al contrario, Abel trataba a Héctor como a un hermano pequeño.

            Los agentes se entrevistaron con los dos niños que estaban jugando con Héctor en la pradera de la ermita. Dijeron que Abel estaba con ellos, pero que el padre de Héctor le llamó por teléfono y le dijo que le estaba esperando, así que se marchó. Abel se marchó con él, y no supieron más, ellos se quedaron otro ratito jugando.

            Los agentes especiales que llegaron al escenario del crimen para recabar pruebas, no vieron nada en especial. Lo curioso es que no encontraron el arma del crimen ni el teléfono de Héctor, pero recabarían las llamadas que se hicieron al número del niño. Todas las pruebas estaban pendientes, menos el informe médico forense que acreditaba la discapacidad mental que sufría el acusado: era autista, así que se vería si era imputable o no, dependiendo del grado de incapacidad.

            Abel siguió sin decir una palabra, no respondía a las preguntas que le hicimos. El juez dictaminó  una medida de seguridad para él consistente en el internamiento en un centro de educación especial, dada su condición, y a la espera de las pruebas pendientes.

            Cuando salimos de la sala, se encontraba allí una mujer mayor que me estaba esperando, era la madre de mi cliente. Me aseguró que su hijo no pudo hacer esa barbaridad, que quería mucho al niño y que siempre estaban juntos. Era viuda, su marido murió en un accidente cuando Abel era todavía pequeño, pero que salieron adelante a pesar de las dificultades. Su hijo era lo único que tenía y le angustiaba que los otros chicos le insultaran y se metieran con él por su discapacidad, siempre lo habían hecho. Me dijo también que cuando llegó Héctor padre al pueblo, Abel le ayudaba a arreglar el jardín y a hacer pequeños trabajos que le pagaba generosamente, le apreciaba mucho y su hijo, Héctor niño empezó a intimar con él, y cambió: le veía más feliz, más abierto. Pero este suceso le hundiría otra vez en el pozo. Me aseguró una y otra vez que él no fue, que su hijo era incapaz de hacer esa atrocidad.

            Le contesté que haría lo que estuviera en mi mano, pero que había que esperar al resto de las pruebas. Antes de salir por la puerta del juzgado, observé que nos estaba esperando la turba iracunda, por lo que le dije a los guardas de seguridad si podía salir por otra puerta. Me dijeron que sí, por la puerta trasera, vistas las circunstancias, así que cogí a la madre de Abel y huimos por allí.

            A los pocos días, me llamaron del juzgado para comunicarme que estaban a mi disposición el resto de las pruebas, así que las recabé y me dispuse a examinarlas: el informe de la autopsia, el resultado de las pruebas de ADN, y las llamadas de teléfono.

            El informe de la autopsia era concluyente: la causa de la muerte de Héctor fueron varios traumatismos craneoencefálicos, causado por un objeto contundente, así como contusiones diversas y eritemas en muñecas, todo ellas signos de lucha. El niño se defendió como pudo, pero no pudo evitar el fatal final. En cuanto a las pruebas de ADN, encontraron restos de Abel en el cuerpo del niño, además de otros restos que no se pudieron especificar. A Abel le tomaron muestras de ADN que contrastaron con los restos que encontraron en el niño. Esto no me ayudaba. Pero en cuanto a las llamadas de teléfono, efectivamente, una de ellas que no tuvo contestación era de su padre a las dos y cuarto. Pero había otra llamada de un teléfono oculto que no pudieron saber de quién era, ya que era un teléfono de prepago. La llamada se produjo a las doce cuarenta, por lo que me hizo sospechar de Héctor padre, o incluso de su pareja, pero éstos dijeron, según el atestado, que estuvieron toda la mañana juntos, pero yo no descartaba que estuvieran mintiendo. Pudieron usar ese teléfono prepago a sabiendas de que iban a rastrear las llamadas. Comencé a recordar todos los casos en los que el niño sobra en una relación nueva y hasta me mareé sólo de pensar en esa posibilidad, pero ahí estaba. Cada vez estaba más convencido de que Abel era inocente y de que el padre tenía algo que ver.

            A los pocos días comparecían en calidad de testigos, los padres de Héctor y sus respectivas parejas. Cuando entré en los juzgados, tuve que escuchar de todo por parte de las personas que se congregaban en la puerta: insultos, amenazas, acusaciones, en fin, cosas que te afectan quieras o no. Se acercaban los periodistas a hacerme preguntas impertinentes intentando librarme de ellos de la mejor manera posible. Nada más cruzar la puerta, me apoyé de espaldas a la pared y resoplé aliviado. El guarda jurado me miró compasivamente y me saludó afectuosamente.

            – No se preocupe, todo pasa. Dentro de unos días nadie se acordará de todo esto. – Me dijo.

            – Ya, pero hasta entonces hay que sufrirlo. En fin, son gajes del oficio.

            Yo era consciente de que el asunto era muy grave. Cuando se trata de violencia sobre niños me aflige especialmente, sobre todo si tengo que defender al supuesto asesino, aunque tenía mis dudas sobre su autoría. Vería qué podía hacer.

            Cuando me presenté ante el oficial que llevaba el tema, me comentó que los padres ya habían llegado y me ofreció esperar ya dentro, en la sala de declaraciones. Agradecí su ofrecimiento y me dirigí allí. Al poco entró el juez y el fiscal. Llamaron primeramente a Héctor padre, y cuando entró, vi a un hombre con aspecto demacrado, muy delgado y profundamente afectado. La declaración duró bastante. Le hicieron unas cuantas preguntas y no aportó nada nuevo. Declaró lo mismo que dijo a la policía. Llamó a su hijo sobre las dos y cuarto y al no contestarle, salió de casa a buscarle, encontrándose con ese panorama. Comentó que Abel era como de la familia, cariñoso, educado, de pocas palabras. Su autismo no le permitía expresar lo que quería, pero no terminaba de creerse que pudiera haber matado a su hijo, pero al verle en sus brazos, no tuvo ninguna duda. Yo le pregunté si su pareja tenía buena relación con el niño. Me contestó que sí, que se llevaban muy bien, incluso en ocasiones le llamaba mamá. También comentó que su hijo estaba deseando venir con él, ya que en el pueblo era muy feliz, era libre y se lo pasaba muy bien, y su madre, en alguna ocasión le dejaba pasar más tiempo con él, sobre todo en verano. Héctor y su pareja coincidieron en sus declaraciones en que estuvieron toda la mañana juntos, y que no tenían un teléfono prepago.

            Después entró la madre del niño, también destrozada por la pérdida. Su cara confirmaba que no había dormido durante días, sin dejar de llorar. Declaró que ella tenía muy buena relación con el padre. Con respecto al niño no había ningún problema, que aparte de lo estipulado en cuanto al régimen de visitas, ella no tenía problema en dejarle con su padre más tiempo ya que el niño disfrutaba mucho en su compañía, y eso era bueno para él. Le pregunté si su pareja tenía buena relación con el niño. Me contestó que sí, que era como su segundo padre y se querían mucho. No hubo más preguntas y así terminamos. Salí por la puerta trasera, ya que me lo permitió el guarda de seguridad, en esto que nada más salir recibí una llamada telefónica:

            – Buenos días. Soy el doctor Guzmán. La madre de Abel me ha dado su teléfono, espero que no le importe. Trabajo en el centro donde está ingresado Abel y soy el que le trato. Me gustaría hablar con usted sobre un asunto que creo que es muy importante.

            Quedamos en su consulta donde me estaba esperando un señor ya entrado en años, a punto de jubilarse, la verdad que muy seco en sus palabras, pero interesado en el caso. Tras las presentaciones comenzó:

            – Sabe que Abel es autista, y desde que ocurrió la desgracia no ha abierto la boca. El autismo tiene estas cosas, tras un trauma tan grave como el que ha tenido, pueden cerrarse en banda y enmudecer indefinidamente. Su mente ha estado ausente hasta ahora. Ha comenzado a farfullar palabras sueltas que me ha costado entender. Pese a su estado de abstracción, su mente da vueltas una y otra vez a lo mismo, pero lo que lleva diciendo desde ayer me tiene un poco alerta. Creo que él no ha cometido el crimen y es más, estoy convencido de que ha visto quién lo ha hecho. Tras varias entrevistas con él, lo que he sacado en claro es que se siente muy culpable por lo ocurrido, pero por no haber podido hacer nada por salvar al niño, y solo dice “padre, vete, déjale, es pequeño, padre, no, no lo hagas”. Cuando le pregunto quién ha sido, me repite esto una y otra vez.

            – ¿Cree que se refiere al padre del pequeño, a Héctor padre? – le pregunté.

            – No lo sé, cada vez que se lo pregunto, no me responde nada diferente. Le diría que hablara con él, pero en su estado es posible que empeore, no lo recomiendo. Pero quería que supiera usted este nuevo giro de los acontecimientos. No sé si es posible que usted pueda investigarlo vistas las circunstancias. Yo podría hacer un informe explicando todo lo que le he le comentado al respecto, y mi parecer.

            Le di las gracias al doctor y me despedí. Tenía una intuición que esperaba que me llevara a buen puerto. Eché un vistazo a las declaraciones de los padres y lo vi claro. Hice unas averiguaciones y llamadas, y realicé un escrito al juzgado pidiendo nuevas pruebas, que consistían en tomar muestras de ADN a los padres y a las parejas de éstos, para contrastarlas con los restos encontrados en el niño. Deberían acceder sin ningún problema, imaginaba que no tendrían reparos en colaborar con la justicia. El juzgado accedió a realizar la prueba solicitada y llamaron a todos para que se sometieran a ella.

            Tras unos días me notificaron para mi sorpresa (aunque lo esperaba, pero no tan pronto), vistas las nuevas pruebas practicadas, la detención del padrastro de Héctor como imputado por el asesinato del niño. Al verse acorralado terminó confesando el crimen y terminaron cayéndole unos cuantos años de prisión.

            En un principio sospeché de su padre, pero sus declaraciones eran muy coherentes y tenía la coartada de haber estado toda la mañana con su pareja. Había ADN suyo en el cuerpo del niño, pero no era concluyente, ya que cuando acudió al lugar, cogió el cuerpo de su hijo, por lo que estaba descartada su implicación. La policía no tuvo duda de que el padre tuviera participación alguna en el suceso. No había ADN de la pareja del padre, ni de la madre, pero sí del padrastro. La madre contó después que su pareja estuvo reticente a hacerse la prueba, pero al final accedió para no despertar sospechas en la madre. Había cometido el crimen con guantes, y tenía la inútil esperanza de que no apareciera su ADN, pero no sabía que varios cabellos encontrados en el cuerpo del niño lo delatarían.

            Me dieron las pistas varias cosas: en primer lugar, la declaración de Héctor padre y la de su pareja; dijo que todos tenían una relación cordial y que a veces el niño la llamaba mamá. La madre dijo que también se llevaba bien con su padrastro, y era lógico que también le tratara a veces de padre. En segundo lugar, la madre también declaró que esa mañana estaba sola, ya que su pareja le tocaba trabajar ese día. Tras unas llamadas que hice para averiguar la empresa donde desempeñaba su trabajo, me confirmaron que acudía algunos sábados, pero ese día en concreto no les constaba. Y en tercer lugar, las palabras de Abel y la sospecha del doctor Guzmán.

            ¿Qué ocurrió ese fatídico día? José Luis, el padrastro de Héctor, dijo a su mujer que ese sábado le tocaba trabajar. Ella no sospechó ya que trabajaba muchos sábados, pero lo que hizo es ir al pueblo a seguir los pasos de Héctor. No era la primera vez que estaba apostado a cierta distancia de la vivienda donde residía el padre, pero esta vez vio su oportunidad. El niño salió una mañana con su bicicleta acompañado de sus amigos y observó que se dirigía al camino de la ermita. Jose Luis lo conocía bien porque en más de una ocasión siguió los pasos del niño, y así fue fraguando su plan. Pasados unos veinte minutos se dirigió al camino y se mantuvo en el coche a unos doscientos metros, contemplando los juegos que practicaban los niños en la verde pradera, colocado sin posibilidad de que le descubrieran. Estaba nervioso, no tenía claro lo que debía hacer para deshacerse de él, pero el niño sobraba en su relación. No podía soportar que su madre se deshiciera en mimos y cuidados hacia su hijo, cosa que le ponía enfermo. Él siempre ponía buena cara y fingía que tenía una buena relación con Héctor, pero en el fondo lo odiaba, no podía aguantar más, no debía permitir que el niño se hiciera dueño de la situación. Estaba cansado de ser siempre el segundo plato. Ese día serían libres, y todo cambiaría para bien. Tras una temporada de luto, estaba convencido de que su mujer sería más feliz, sin la carga de un niño que debía compartir con su ex marido. Estaba convencido de que era lo mejor para todos, incluso para el niño. Estas locas elucubraciones psicópatas daban vueltas siempre en su cabeza, llegando a creérselo de verdad.

            Pasados unos minutos, se dirigió a un lado del camino, y se dispuso a llamar a Héctor desde el teléfono prepago que había comprado el día anterior para que la llamada no pudiera rastrearse.

            – Hola Héctor. Mira, he venido a buscarte porque tu madre está enferma. Me ha dicho que quiere verte. Tu padre ya lo sabe, así que te vienes conmigo. Estoy aquí, a mitad de camino, aquí te espero. Oye, no digas nada a tus amigos. Diles simplemente que tu padre ha venido a buscarte.

            El niño dijo a sus amigos que su padre le había llamado y que se tenía que ir. Abel insistió en acompañarlo. Cuando vislumbraron el coche a lo lejos, Héctor le dijo a Abel que se marchara, que su padre quería que fuera solo. Su amigo accedió y se detuvo mientras veía cómo Héctor se marchaba hacia el vehículo. Observó cómo se montaba en el coche, pero sospechó cuando se desvió del camino y se metía en el pinar campo a través. Además observó que ese no era el coche de su padre. Abel no se lo pensó y lo siguió de lejos, con cuidado de que no le descubrieran. Cuando el coche llegó a un punto concreto, Jose Luis ordenó a Héctor que bajara, cogió una estaca que tenía en el asiento de atrás, y cuando descendió del coche, se dirigió al niño, lo cogió del brazo y se alejaron un poco más. Héctor comenzó a gritar e intentó zafarse de su padrastro, pero éste lo golpeó contra el suelo y comenzó a golpearle con la estaca repetidamente en la cabeza, hasta que dejó de moverse. Abel perdió de vista el coche unos minutos pero al rato lo vio a lo lejos parado y él se detuvo también. Observó cómo Jose Luis se metía en el coche y se marchaba, dejando a Héctor allí tirado. Se acercó y vio que el niño tenía una gran herida en la cabeza. Se arrodilló junto a él llorando y desesperado. Lo abrazó con ternura mientras sus lágrimas caían como cascadas sobre el rostro de Héctor. Lo cogió en brazos como pudo y se dirigió hacia el camino, hasta que no pudo más y cayó con él al lado del mismo. Le volvió a abrazar enérgicamente, besándolo y acariciándolo con un pesar que partía el alma. Se sentía culpable por no poder haberlo ayudado. Lo que siguió es lo que ya conocemos.

            Este caso me afectó mucho. Cuando salió a la luz la verdad, no pude contener las lágrimas en la soledad de mi despacho pensando que la maldad de las personas campa a sus anchas sin miramientos.

            Una media de 20 niños muere al año en España en contextos de violencia. Está muy bien que haya una ley integral de protección a la mujer por violencia machista, pero no existe una ley específica de protección a los niños. Cuando veo casos sobre violencia contra los niños, la desprotección que sufren en algunos casos, las lesiones, las palizas, los abusos sexuales, las muertes, no puedo por menos poner el grito en el cielo y preguntarme qué pasa en esta sociedad que protege más a los perros y a las plantas que a los pequeños que sufren toda esta clase de barbaridades. Si toda la energía que ponemos en defender el medio ambiente y los animales, la pusiéramos en intentar cambiar el destino de estos niños, otro gallo nos cantaría, y no digo que lo otro no haya que hacerlo, pero siempre en un segundo plano.

            Primero son las personas, después todo lo demás.

 

 

 

 

“La fuerza de un ser menor”: Película producida por Orion Pictures.

 

 

 

 

 

 



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