11. SOSPECHOSO (II)

            “La justicia, aunque anda cojeando, rara vez deja de alcanzar al criminal en su carrera.” – Horacio.

            “Una causa bien defendida es una causa justa.”– George Calinescu, novelista y poeta rumano.

            “¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio.” – Albert Einstein.

 

            Observé al chico que tenía delante durante unos segundos: moreno, pelo corto, no muy alto pero bien parecido, con un aire a Eduardo Noriega, bien vestido y muy “limpito”, como diría mi suegra.

             – ¿Ocurre algo? – me preguntó tenso, consciente de que le miraba fijamente.

           – Perdona, – contesté – no es por ti. Es por deformación profesional. Estoy acostumbrado a mirar fijamente a los acusados o a los testigos en las declaraciones antes de preguntarles y ya es costumbre. No nos hemos presentado: Soy Juan Antonio Medina, el abogado del acusado en el procedimiento de Ernesto.

            – Ya lo sé. Por eso he venido. Yo soy Eduardo – (qué casualidad) -, y también soy compañero de Ernesto en la Facultad, aparte de su pareja.  – añadió más tranquilo.- Sus padres me han dicho que usted estaba indagando sobre el caso, y me gustaría saber si ha averiguado algo, si es posible.

            – En teoría yo no podría decirte nada, ya que estoy sometido al juramento hipocrático, pero la realidad es que no he averiguado nada, estoy como al principio. – Hice una pausa, le miré y añadí –  ¿Tú podrías decirme algo más? No sé, algo que te haya comentado Ernesto, que aunque parezca una tontería puede que sea importante.

            El chico se quedó pensativo unos segundos e indicó algo crucial para mí:

            – Ahora que lo dice, Ernesto me dijo que ya no iba tanto a la parroquia porque se sentía mal. Su mejor amigo, Carlos, creo que se llama, le hacía ciertos desprecios desde que le comentó que era gay. Tampoco me contó mucho más, pero pienso que le hacían luz de gas, y terminó por decidir no acudir tanto allí, pero esa es mi percepción. A veces yo le veía triste, porque Ernesto es muy creyente, quizá pensaba que estaba haciendo mal, no sé. En ocasiones yo también me siento culpable porque creo que soy responsable de haber cambiado su vida, pero él me dice que no, que está muy feliz conmigo, pero yo no lo percibo así.

            – Como yo lo veo, – comenté – vuestra relación no debe condicionar vuestra vida. Sois libres de hacer lo que queráis, sin preocuparos el qué dirán, y si los demás están incómodos, el problema es de ellos. No se trata de homosexuales o heterosexuales, se trata de personas, cualquiera que sea su condición, y es lo que hay que ver, el interior de cada una, si sois buena gente, ¿qué más da?

            Parece que mis palabras animaron a Eduardo, pero seguía triste, debido al estado de Ernesto. Ahí no podíamos hacer nada, solo esperar.

            Me despedí de Eduardo y le comenté que haría lo posible por esclarecer el asunto. Yo no veía a Manu, un señor de sesenta y tantos, que no está en sus cabales, salir por la espalda de Ernesto y dar un golpe tan certero y tan fuerte en la cabeza a un joven atleta en carrera. Mis sospechas, a raíz de la visita de Eduardo, se encaminaban a una persona que conocía los movimientos de la víctima, y esperó el momento oportuno para realizar el crimen.

            Al día siguiente me sorprendió la llamada temprana del juzgado comunicándome que había un testigo que se había presentado para hacer una declaración importante. Me dirigí hacia allí rápidamente y cuando llegué, no me llamó la atención el ver a Carlos, sentado en el pasillo, custodiado por dos policías nacionales. Cuando pasé a su lado, ni levantó la cabeza. Mis sospechas se materializaron. Se acercó a mí un compañero presentándose como su abogado, de oficio. Le asistió en comisaría la noche anterior y me comentó que se había declarado culpable del delito. El fiscal estaba también allí y no tardamos en pasar la declaración. Entramos al despacho del juez y éste nos hizo sentar en unas sillas distribuidas por la habitación. Carlos se sentó frente a él, al otro lado de la mesa, su abogado a su derecha, y yo detrás. El fiscal al lado del juez, estando ambos de pie, y el oficial sentado frente al ordenador para plasmar en él la declaración. Carlos estaba cabizbajo, quizá por la vergüenza o el miedo. Un chico como él debe pasarlo mal con las esposas puestas y sabiendo que iba a entrar en prisión durante una buena temporada.

            Empezamos. El juez le leyó sus derechos tales como que tiene derecho a un abogado, derecho a un intérprete, derecho a no declarar, etc. El chaval accedió a que le tomaran declaración, estaba dispuesto a ello. El juez le preguntó si se ratificaba en su declaración en comisaría, cosa que hizo, y le exhortó a que comenzara su confesión.

            Siempre con la cabeza baja comenzó el relato:

            – Ernesto era mi mejor amigo. Hacíamos todo juntos en la parroquia y fuera de ella, y no teníamos secretos el uno con el otro. Pero al cabo del tiempo, cuando empezó la Universidad este año, ya no era el mismo, parecía otro. Estaba muy raro y por más que le preguntaba, siempre me decía que no le pasaba nada. Un día, hace unos dos meses, me confesó que era gay, y que llevaba saliendo con un compañero de la facultad un mes. Me dijo que lo estaba pasando muy mal porque pensaba que estaba haciendo algo malo, pero que no lo podía remediar, estaba muy pillado por su novio y le quería mucho, pero tenía remordimientos porque creía que estaba en pecado. Yo le dije que sí, que tenía que dejarlo y volver al redil. No podía llevar esa vida en pecado, ¡qué iban a pensar en la parroquia!, y encima era mi amigo. Llegó un momento en que no pude soportarlo, yo no podía ser amigo de un homosexual, de un pecador que había caído en manos del demonio, y no podía consentir que acudiera a la iglesia con esa condición, sabiendo que se estaba acostando con un chico, era una aberración y no podía permitirlo. Cierto es que acudía menos a la parroquia, pero llegué a odiarlo, y no podía verlo por allí las pocas veces que iba.

            >> Yo sabía que iba a correr todos los días, a la misma hora y por el mismo sitio. Un día decidí acabar con esto y elegí un seto del parque al lado del camino por el que sabía que pasaba para esconderme. Cogí un palo que vi por allí y esperé a que pasara. Lo vi a lo lejos y me aposté detrás del matorral. Justo cuando pasó, salí rápidamente y le pegué con todas mis ganas en la cabeza. Pensé que le había matado y me fui corriendo con el palo. Lo tiré detrás de una valla que da a un descampado, allí seguirá la estaca. Y eso es todo.

            El juez lo tenía todo claro. El fiscal y el abogado de Carlos no hicieron ninguna pregunta, pero yo sí, tenía curiosidad, y me permitieron hacerla sin decirme el juez que era impertinente:

            – ¿Cuál ha sido el motivo que le ha llevado a confesar estos hechos?

            El juez le advirtió que no tenía obligación de contestarla, pero Carlos dijo que no tenía ningún inconveniente en hacerlo.

            – El padre Cosme, el párroco. Él lo sabe todo, me confesé ayer. No podía más. Los remordimientos no me dejan vivir y él me aconsejó que me entregara. Es la mejor manera de pagar por mis pecados y estar tranquilo con mi conciencia, y la verdad es que ahora respiro. Sólo quiero que todo esto acabe y que Ernesto se ponga bien, de corazón. Estoy muy arrepentido y espero que me perdone algún día, aunque sé que nada va a ser igual entre los dos. – Y se echó a llorar desconsoladamente. – Lo siento de verdad, no sé lo que me pasó para llegar a esto. – dijo entre sollozos. Me pidió que hablara con Don Cosme, que lo ayudara en lo posible.

            Le condujeron a los calabozos del juzgado mientras esperaba el auto de prisión provisional, que pidió el fiscal y el juez concedió. El abogado de Carlos no se opuso vistas las declaraciones y yo no me pronuncié. Lo que sí pedí, al igual que el fiscal es la inmediata puesta en libertad de mi cliente, Manu, concediéndolo el juez mediante otro auto.

            Me despedí de los presentes, y del compañero y salí del juzgado. Tenía un teléfono que me facilitaron en el juzgado de un sobrino de Manu. Le llamé y le comenté lo sucedido y accedió a ir a buscarlo a prisión, haciéndose cargo de él a regañadientes. Yo sabía que Manu terminaría en la calle según me dio a entender este familiar.

            Quedé con el párroco por la tarde para explicarle lo sucedido. Me hizo pasar al austero despacho y le comenté todo lo ocurrido en el juzgado, y lo que iba a ser de Carlos. El procedimiento subiría a la Audiencia Provincial donde dictarían sentencia. Le condenarían a prisión una buena temporada, a pesar de la rebaja por haber confesado.

            – Haré todo lo que esté en mi mano. – dijo Don Cosme – le visitaré todas las veces que pueda. Es un alma atormentada que necesita mucha caridad y mucha ayuda.

              – ¿Y qué me dice de Ernesto?¿Le aceptarán en su parroquia si vuelve?

            – Aunque no lo parezca, yo soy un sacerdote moderno. – replicó el cura sonriendo.- Por supuesto que le aceptaremos. Todos somos hijos de Dios y todos tienen cabida en nuestra parroquia. El pecado es algo subjetivo, depende de cómo le vea cada persona. Puede que lo que es pecado para mí, no lo sea para usted, y viceversa. Lo importante es cómo nos sentimos frente a lo que se considera que está bien o mal. Yo, por lo menos, no discrimino a nadie, y menos a Ernesto, que se ha criado con nosotros y le conozco desde pequeño.

            – Carlos dijo en su declaración (podía hablar con libertad de ello, ya que Carlos me lo pidió) que Ernesto estaba bajo el influjo del demonio. ¿Qué opina al respecto?

            – Intento enseñar a mis feligreses que el demonio está dentro de cada uno. Para que me entienda, como yo lo veo, es una figura retórica, una forma de personificar el mal, pero que no existe como ente real. Dios nos da la libertad de vivir como queramos, sin influencias de ningún tipo, y si Ernesto es feliz con su vida, nadie se lo va a impedir.

            – No sé. Discúlpeme padre, pero yo no soy creyente y me cuesta creer en estas cosas, pero veo que usted tiene la mente más abierta que otros compañeros suyos. Sé que Ernesto tiene un conflicto y una lucha interior debido a su condición, y espero que le ayude porque él quiere volver.

            – Lo sé, y será bienvenido. No se preocupe. No vamos a juzgarle porque le queremos y le aceptaremos sin problema. Yo he intentado encaminar a Carlos por el buen camino, según mi criterio, pero, no sé por qué, supongo que influencias externas, lecturas no recomendables o interpretar la Biblia al pie de la letra, le ha hecho ser más fanático, y no hay nada como los extremismos y creer que se tiene la verdad absoluta para llegar a extremos tan graves como los ocurridos. A raíz de su visita, el otro día, recapituló y se confesó. Yo no sabía nada y me cogió por sorpresa. Quiero que se salve y vea a Cristo, porque el infierno es la ausencia de él, según yo lo veo. Por eso voy a hacer todo lo posible por ayudarle y reconducirle. Lo bueno es que está arrepentido, y eso es un buen punto de partida.

            – Espero que lo consiga, padre. Cambiando de tema, no sé si será posible, pero mi cliente, Manu, el vagabundo al que han inculpado y sale ahora de prisión, necesita ayuda. No sé si ustedes pueden hacer algo por él.

            – Puede ser. Colaboramos con una asociación que se dedica a ayudar a la gente sin hogar. No se preocupe, yo me encargo.

         En ese momento, sonó el teléfono del despacho parroquial. El padre Cosme lo cogió. Parece que le dieron una buena noticia. Colgó, me miró y dijo con una expresión de gozo:

            – Ernesto ha salido del coma y lo han subido a planta. Nuestras plegarias han sido escuchadas.

            Yo no creía que fuera por las plegarias, sino por el buen hacer de los médicos de la U.C.I., pero en fin, cada uno crea lo que quiera o considere, no me iba a meter. Pero sí era una buena noticia.

            – Me han dicho – continuó el sacerdote – que se ha enterado que usted ha ayudado a esclarecer el asunto, y quiere hablar con usted. Le gustaría que fuera mañana, al ser posible.

            Le dije que sí, que no tenía ningún problema. Acudiría el día siguiente por la tarde a visitarle, y sin más, nos despedimos con agradecimiento mutuo. Salí de la iglesia contento y aliviado al saber que Ernesto estaba fuera de peligro y contento de haber podido ayudarlo a él y a mi cliente, estaba convencido de que el padre Cosme ampararía a Manu y que le iría bien, dentro de sus limitaciones.

            Cuando llegué al hospital, entré en la habitación donde habían acomodado a Ernesto y le encontré acompañado por sus padres y por Eduardo. Estaba en la cama, sentado, con una venda en la cabeza muy prominente, con los ojos morados debido a la hemorragia que le estaba bajando y con suero puesto. Me acerqué y me presenté. Todos me miraron con rostro agradecido y salieron de la habitación previa petición de Ernesto.

            – Bueno, supongo que sabes quién soy, ¿qué tal estás? – pregunté.

         – Estoy todavía aturdido, abogado, y no sé por qué me duele tanto la cabeza – contestó bromeando. – Quería darle las gracias por su interés en este caso. Esta mañana me ha visitado el padre Cosme y me ha contado todo lo ocurrido. Bueno, casi todo. Había cosas que no podía decirme.

            – Si no he hecho nada, sólo quería saber la verdad y ayudar en todo lo posible, para eso estamos.

          – Bueno, pues eso es más que suficiente para mí. De todas formas, – continuó – he querido que viniera para comentarle una cosa, que por lo que me han contado, no sabe nadie, pero quiero que usted sepa. Porque usted es como un cura ¿no?, lo que le cuente no puede salir de aquí, ¿verdad?.

            – Verdad.

            Ernesto se acomodó y le notaba que necesitaba desahogarse con alguien, y no sé por qué, pero me eligió a mí, quizá para no hacer daño a la gente que quiere. Yo al fin y al cabo soy un tercero que ni pincha ni corta, y no tengo ningún interés en la causa, como se dice en nuestro argot.

            – Bien, lo que le voy a decir no lo sabe nadie, ni mi pareja, ni mis padres, ni quiero que lo sepa nadie. No quiero dañar más a Carlos. Él ya tiene bastante. ¿Por dónde empiezo?. – Se le veía un poco desorientado por la herida en la cabeza, estaba muy reciente y se le notaba aturdido al hablar.

            >> Yo no vi cómo Carlos me dio el golpe. Sentí como una pedrada en la cabeza y caí redondo, no me acuerdo de más. Me contaron que fue él el agresor, y todavía no me lo creo, no concibo cómo mi mejor amigo me ha hecho algo así. Conociéndole, sé que está muy arrepentido y lo estará pasando mal, y quiero perdonarlo, pero necesito tiempo para asimilarlo, sobre todo por la causa que le llevó a hacerlo. A petición de Carlos, el padre Cosme me ha contado su versión de la razón por la que quiso matarme, pero no es cierto. Y si no lo ha contado, es porque no quiere que se sepa. Sé que usted no lo va a divulgar, y le pido que no lo haga, que quede entre usted y yo, se lo suplico, pero necesito contárselo a alguien.

            Se acomodó en la cama y continuó:

       – Éramos los mejores amigos del mundo. Hacíamos todo juntos, y nos contábamos todos los secretos. Yo ya iba barruntando mi condición sexual. Tenía muchas dudas, hasta que conocí a Eduardo; de golpe, todo se me iluminó y tuve claro que era gay. Fue un flechazo a primera vista, pero yo tenía un dilema: mis creencias me limitaban y me hacían sentir culpable por ello. Era una lucha interior que pude superar, gracias a mi pareja y a mis padres, que desde el principio supieron todo. Quería hacer partícipe también a Carlos, ya que era también mi confidente, no podía dejarlo fuera. Le confesé todo, absolutamente todo, que era gay, mis conflictos por ello, que estaba saliendo con una persona que me hacía muy feliz, etc. El calló pensativo, y parecía que lo aceptaba, pero con el tiempo le empecé a notar extraño, distante, hasta que un día, cuando le pregunté qué le pasaba conmigo, me respondió que yo estaba en pecado y no quería estar en mi compañía. A raíz de aquello, me fui distanciando de la parroquia. Hace unos diez días, me pasé por allí, y le encontré muy nervioso. Dijo que tenía que hablar conmigo. Me llevó a una sala donde damos catequesis a los niños y me confesó muy ruborizado que no podía más, que tenía que decírmelo: estaba enamorado de mí, desde siempre, y no soportaba verme con otro. Yo me quedé anonadado. Siempre le tuve como un amigo, casi como un hermano, pero nada más allá. Le comenté que seríamos amigos siempre, pero que quería a Eduardo, y no le sentó bien. Se fue hecho un basilisco y no supe nada de él hasta ahora, ya que no aparecí más por allí. Esa ha sido la razón, abogado. Espero que recapacite lo que ha hecho y, ya le digo, le perdonaré con el tiempo.

            Salí del hospital un tanto sorprendido. La verdad es que era una historia para una película dramática, resulta que todo era por celos…, pero me alegré de que todo saliera bien para Ernesto, y sobre todo para Manu. El padre Cosme cumplió lo prometido, y la asociación con la que colaboraban se hizo cargo del pobre hombre.

      Por cierto, los versos  de Manu no significan nada, son producto de una mente enferma de delira y escribe indiscriminadamente, como tantas otras.

 

 

“Sospechoso”: TriStar Pictures.



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