52. ¿Quién puede matar a un niño? (II)

Alonso terminó su café y pidió otros dos.

—Le regalamos una bici preciosa para su cumpleaños, y estaba deseando enseñársela a sus amigos del pueblo, entre ellos Jacinto, un niño un poco más mayor con el que había tenido algún rifirrafe, pero es algo habitual entre niños. El caso es que parecía una pandilla unida, niños y niñas de diferentes edades jugaban juntos a lo que se terciara, y todo aparentaba normalidad. Una noche, mi hermano y mi cuñada quedaron en casa de unos amigos para cenar unos cuantos y pasar un buen rato. Santi acudió con algunos niños a comer algo, y se marcharon enseguida a jugar, no podían perder tiempo con los mayores. No tenía por qué pasar nada, el pueblo era muy pequeño y con gente bien allegada, ya lo habían hecho más veces. Se hizo bastante tarde entre cervezas y risas, así que terminaron tarde y fueron a buscar a sus respectivos hijos que suponían estaban en la plaza. El grupo se encontraba sentado jugando con sus teléfonos móviles y las bicicletas aparcadas a sus veras. Santi no estaba y los niños dijeron que no sabían nada de él desde hacía un rato. Mi hermano suponía que se encontraba en casa, pero era raro que no acudiera con ellos si se había cansado de jugar. Bajaron la cuesta que terminaba en su casa, que se encontraba al final de la calle. No vieron la bici aparcada en la puerta, donde habitualmente la dejaba y comenzaron a ponerse nerviosos. Se acercaron al pequeño campo de fútbol que se encontraba a las afueras del pueblo, pero estaba todo apagado y no había nadie. Volvieron a la plaza a preguntar a los chicos, pero ya no se encontraban allí, así que fueron casa por casa preguntándoles si sabían algo. Uno de ellos les dijo que Santi cogió la bici para ir a casa a hacer pis, pero que no volvió y supuso que ya se había quedado allí. Comenzó una búsqueda agónica por parte de toda la gente del pueblo que dio sus frutos con el sol despertando sobre las montañas. Vicente, un señor oriundo de allí, dio con Santi, con la cabeza abierta y la bici a cinco metros de él. La cuesta que llegaba a la casa terminaba diez metros más abajo en un precipicio que llamaban  «el rostro», que podía bajarse a pie pero no con una bici sin frenos. Mi sobrino murió a causa de un golpe en la cabeza contra una roca. La Guardia Civil abrió una investigación de algo que parecía fortuito, pero se descubrió que alguien había manipulado los frenos de la bicicleta. Las levas de los frenos, tanto de la rueda de delante como la de atrás, habían sido desenganchadas previamente al accidente.

Alonso paró su narración, cerró los ojos aguantando las lágrimas.

—¡Imagínese a mi hermano y su mujer con su hijo muerto en brazos! Un niño estupendo que nunca había hecho daño a nadie, inocente, encantador. Le encantaba Coldplay, en junio fueron al concierto en Madrid y salió exultante, maravillado. Siempre, cuando estaban allí se acercaban por la noche a contemplar las estrellas, a la carretera abandonada. Las veces que yo me encontraba allí, me decía «tío, tío, vamos tú y yo a ver si descubrimos alguna estrella fugaz». Nos tumbábamos en medio de la carretera y mirábamos el cielo estrellado en su busca mientras cantábamos su canción favorita, la de a sky full of stars, de su grupo favorito.

No pudo reprimir las lágrimas, y pidió una sacarina a la camarera. Le dejé que se recompusiera y le pregunté qué ocurrió después del accidente.

—Los investigadores preguntaron a todos los niños uno por uno si sabían algo, delante de sus padres, claro. Ninguno supo nada, ni Jacinto —calló unos segundos, con expresión de odio al pronunciar ese nombre—. Pero al preguntar a Marco, otro niño de la misma edad que Santi, confesó llorando que Jacinto y él, en un momento en que mi sobrino no miraba, le quitaron los frenos, ¡qué gracia!. «A ver si se mata por el rostro», dijo que comentó Jacinto. Marco quería decírselo a Santi, pero Jacinto le amenazó con pegarle si lo hacía, así que lo dejó estar. Al final, el causante terminó confesando de la manera más fría que sí lo hizo, sin arrepentimiento, para darle una lección porque era un chulo con su bicicleta nueva, y que se lo tenía merecido. Mi hermano es letrado, como usted, y sabía que Jacinto iba a salir de rositas. Un menor de doce años no tiene responsabilidad penal. Sus padres eran responsables civiles, pero se declararon insolventes, por lo que todo se quedaría en agua de borrajas. Ni un lo siento, ni una palabra de aliento por parte de ellos. ¡Por Dios, que cenaban juntos! Cuando todo terminó, mi cuñada terminó ingresada en un centro psiquiátrico por depresión aguda, y mi hermano cambió, sus ojos murieron, se volvieron opacos y sin lágrimas. Dejó el despacho y solo vivía para una cosa: que se impusiera la justicia por encima de la ley, así lo expresaba. Me temía lo peor, pero no podía ayudarle, estaba empecinado en matar a Jacinto, me lo confesó. Le deje hacer. En parte soy cómplice, podría haberlo evitado, pero no lo hice. No me importa. Ahora hay que descubrir si sirve de algo, creo que no, el odio no es buen consejero, y la venganza nunca trae sosiego, ¿verdad?— me preguntó con desidia y pena.

—Es posible, pero no soy quien para juzgarlo —contesté—. Desconozco qué hubiera hecho yo en su lugar, ni nadie lo sabe, así que lo único que podemos hacer es ayudar a Gerardo. Él me dice que planeó todo, pero que al final se arrepintió y no llegó a consumar el hecho.

—Dese cuenta que mi hermano está desequilibrado. Ahora me ha confesado que sí lo hizo. No sé, lo mismo cuando usted vaya ahora a visitarle le comenta otra cosa. Hace un par de semanas hablé con él y me explicó el plan. Me dijo cuándo, dónde y cómo iba a ejecutarlo. En su voz notaba despedida. Yo no le dije nada, sabía que estaba obsesionado con hacerlo y nada le iba a hacer cambiar. En parte yo también quería que muriera ese pequeño psicópata. Pensaba que mi hermano haría un bien a la sociedad.

Me sorprendió su respuesta. Cuando Gerardo me contó en comisaría que no mató al niño, lo hizo con mucha seguridad, con convencimiento, no parecía ningún desequilibrado como me aseguró Alonso. Yo continué preguntando.

—¿Sabe usted de alguien que tuviera también algún interés en su muerte?

—Mi cuñada, pero como comprenderá no está en condiciones para realizar una hazaña tan bien elaborada— me contestó condescendiente.

—¿Sabe si contó el plan al alguien más?

—Lo desconozco, pero conociéndole, supongo que no. Imagino que me lo contó a mí por ser su hermano. Es más, me hizo prometer que no se lo contara a nadie, y así lo hice, ni a mi novia.

—Muy bien, Alonso. Visitaré a su hermano ahora a ver si puedo sacar algo más en claro. Me he pasado temprano por el juzgado y he hecho copia completa del expediente, así que, si Gerardo está dispuesto, lo veremos detenidamente.

—Quiero pedirle un favor, letrado. No le maree mucho, todo está claro y no creo que mi hermano esté para muchas preguntas. Él es consciente de lo que le espera y no le importa, de verdad. Ya lo ha perdido todo e ingresar en prisión es lo que menos le preocupa.

Nos despedimos y me quedé un poco alerta ante el nuevo cariz que presentaban los acontecimientos. Tenía mis sospechas y debía ser cauteloso a la hora de preguntar a Gerardo. Antes de salir de la cafetería, saqué mi tabaco en polvo y puse un poco en mi nariz. Me reconfortaba la mente y lo necesitaba antes de acudir al hospital.

Cuando llegué a la habitación, enseñé mi carnet profesional al agente de paisano que custodiaba la puerta y me dejó pasar. Encontré a Gerardo tumbado, mirando a la ventana. Le saludé y me acogió con agrado, supuse que por ser compañeros de profesión. Me invitó a sentarme a su lado, quería contarme algo así que le deje hablar.

—Todos los días me levanto y me acerco a su habitación, la dejamos tal y como estaba. Dormía siempre con su rulito abrazado y ahora soy yo el que lo abrazo. Todas las noches, antes de dormir, en su cama tumbados, unas veces mi mujer y otras yo teníamos que inventarnos una historia con tres palabras que él nos decía, era nuestra rutina. Luego le daba un beso, le ponía música a volumen bajo y le dejaba la lamparita azul encendida hasta que se dormía. Hoy en día no tengo ni a mi hijo ni a mi mujer, y todo me parece ficción. Todas las mañanas entro en la habitación con la esperanza de verle dormido en la cama, pero todo es un sueño que tengo todas las noches, le veo cómo juega, cómo ríe, como me abraza.

Bajó la mirada un momento sin decir nada, yo no interrumpí ese silencio, me limité a esperar a que continuara.

—Conozco el procedimiento y sé lo que me va a ocurrir a partir de ahora. Yo maté a ese chico y eso nadie lo va a cambiar, así que confesaré mi crimen y pagaré por ello. Nada tengo, todo lo que poseía me fue arrebatado sin piedad. Ya no tendremos más vacaciones en Gandía, ni iremos más al pueblo, ni escucharé su risa, ni su llanto. Ya no podré abrazarlo, ni besarlo. Mi vida terminó y quiero que nadie más caiga, ¿lo comprende? Yo soy el único responsable de la muerte de ese niño, yo y solo yo, quiero que lo comprenda, y quiero que se centre en eso.

Comprendí, y no dije nada más. Salí del hospital con una sensación de impotencia por no poder ayudar a aquel pobre hombre, pero era lo que él deseaba, no podía hacer más. Al final conseguimos rebajarle la pena, aunque estaría recluido una buena temporada en el módulo psiquiátrico de la prisión, allí le cuidarían bien. No hice más que cumplir los deseos de Gerardo, ya había sufrido bastante.

Al cabo de unas semanas, cuando hubo pasado todo, llamé a Alonso y le cité en la misma cafetería del centro. Yo llegué primero, pedí un café y a los cinco minutos llegó él. Me saludó, se sentó y pidió otro café, era temprano para las cervezas. Supo nada más verme que yo sabía la verdad:

—¿Cómo lo ha sabido, Juan Antonio? Sé que mi hermano no le ha contado nada.

—Llevo muchos años ejerciendo y tengo mucha psicología. Normalmente sé cuándo me mienten y esta vez he dado en el clavo. Quizá el no tener brazo es compensado con un sexto sentido. No, no se preocupe, no desvelaré su secreto. Solo quería charlar un rato con usted sobre el tema, si quiere, no es necesario, pero creo que me lo debe.

 Alonso suspiró y comenzó su relato mientras pedía otros dos cafés.

—Como le dije, mi hermano me contó cuándo, dónde y cómo iba a ejecutar el plan concebido, así que me acerqué al instituto donde Jacinto daba clases. Gerardo le había seguido durante varios días y tenía perfectamente planificado cómo lo iba a hacer. Aparqué a unos cuantos metros de allí hasta que observé salir al niño por la puerta, solo, miedoso, cauteloso, parecía que vaticinaba algún peligro porque nada más salir miró de un lado a otro como esperando el acecho de algún peligro. Llegó rápidamente la furgoneta de mi hermano, bajó de la misma a la altura del chico y le metió a la fuerza delante de todos. Salió corriendo y yo le seguí. Me costó no perderlo de vista, pero conseguí mantenerme a una distancia prudencial para que no me descubriera. Se dirigió a la sierra, a una zona apartada donde íbamos de vez en cuando a practicar senderismo, poco concurrido y menos a esas horas. Se metió por un camino de tierra impracticable y allí le perdí por unos minutos. A lo lejos observé estacionado el vehículo de mi hermano, así que paré a la suficiente distancia para que no me viera. Observé que mi hermano bajaba con el chico, pero no lo vislumbraba bien. No sé qué hizo que montó en la furgoneta y dejó al chico allí tirado. Me acerqué con el coche y le vi allí, petrificado. Descubrí en su cara esa frialdad que me hizo recordar todo, esa mirada perdida sin emoción, sin empatía. Él me reconoció, sabía que era el tío de Santi. Sin pensarlo, cogí una bolsa que tenía en el asiento de atrás, y ya sabe todo lo demás.

Me buscó con la mirada esperando alguna reacción por mi parte, pero me limité a asentir y conminarle a que continuara.

—No me siento orgulloso de lo que he hecho, pero tampoco tengo remordimientos. Lo siento por mi hermano. Cuando le visité en el hospital, le confesé que había sido yo el ejecutor. Me convenció de que no revelara mi crimen, que él asumiría la culpa, total, él lo había perdido todo y yo tenía toda la vida por delante. A él le condenarían de todas formas por homicidio en grado de tentativa, por detención ilegal y no sé qué otros delitos me dijo, ya sabe, él también es letrado y sabe de estas cosas.

Terminamos nuestros segundos cafés en silencio. No soy quien para juzgar, no sé qué hubiera hecho yo en su lugar, pero veía en Alonso esa frialdad que él observaba en Jacinto. Quizá el sufrimiento le había tornado frío y calculador, no sé, pero matar de esa forma tan inhumana, y más a un niño, me daba la sensación de que los sentimientos habían desaparecido. Por más que le miraba mientras me contaba los hechos acaecidos, no percibí en su rostro rastro alguno de pesadumbre ni arrepentimiento. En todo momento tenía la sensación de que él estaba convencido de que había hecho algo bueno, que había hecho un bien a la sociedad, que le había quitado un peso de encima y, quizá, había evitado probables muertes futuras. Salí de allí con una sensación agridulce, pero mi juramento hipocrático me impedía revelar todo lo que sabía.

—¿Cómo lo averiguaste? —me preguntó Belén cuando estuvimos hablando del tema.

—El arma del crimen: la bolsa del supermercado— contesté sin euforias—. Gadis es una cadena de supermercados que solo se encuentra en Castilla León y Galicia. Eran bolsas especiales del 20 aniversario y coincidían con este mismo año en que murió el niño. Ese verano, Santi y sus padres se habían quedado en el pueblo de Guadalajara, no habían ido a ningún otro lugar de vacaciones. Alonso, el tío, me dijo que cuando ocurrieron los hechos, se tuvo que venir corriendo de Galicia, donde se encontraba de vacaciones con su novia, y seguramente compraran en ese supermercado. Blanco y en botella.

 —Pero es una prueba un poco cogida por los pelos, ¿no crees?

—Puede ser, pero cuando Gerardo cambió su versión inculpándose a sí mismo de la noche a la mañana, justo después de hablar con su hermano, no tuve duda. Si eres inocente luchas hasta el final, independientemente de que uno esté mal, a no ser que tengas o quieras encubrir a alguien que te importa, en este caso a su hermano pequeño. Así que asumió la culpa, sabiendo además que iba a ser condenado de todas maneras, por lo menos que Alonso saliera indemne del asunto.

Me vino a la cabeza entonces una de las canciones favoritas de Santi, imaginándomelo tumbado en la carretera, mirando las estrellas.

Yo solía gobernar el mundo
Los mares subían cuando yo daba la palabra
Ahora por la mañana duermo solo
Yo barro las calles que solía poseer

Yo solía tirar los dados
Sentía el miedo en los ojos de mi enemigo
Escuchaba la multitud mientras cantaba
¡Ahora el viejo rey ha muerto! ¡Larga vida al rey!

Un minuto yo tenía la llave
Al siguiente los muros se cerraron ante mí
Y descubrí mis castillos de pie
Sobre pilares de sal y pilares de arena

Escucho las campanas de Jerusalén están sonando
Los coros de caballería Romana están cantando
Se mi espejo, mi espada y escudo
Mis misioneros en un campo extraño

Por alguna razón que no puedo explicar
Una vez que te has ido nunca hubo
Nunca una palabra honesta
Fue cuando yo gobernaba el mundo

Fue el viento cruel y salvaje
Derribó las puertas para dejarme entrar
Ventanas rotas y el sonido de los tambores
La gente no podía creer en lo que me había convertido

Revolucionarios esperan
Por mi cabeza en bandeja de plata
Sólo una marioneta en una cuerda solitaria
Oh, quien no querría ser rey?

Escucho campanas de Jerusalén están sonando
Los coros de caballería Romana están cantando
Se mi espejo, mi espada y escudo
Mis misioneros en un campo extraño

Por alguna razón que no puedo explicar
Sé que San Pedro no dirá mi nombre
Nunca una palabra honesta
Pero eso era cuando yo gobernaba el mundo

Escucho las campanas de Jerusalén están sonando
Los coros de caballería Romana están cantando
Se mi espejo, mi espada y escudo
Mis misioneros en un campo extraño

Por alguna razón que no puedo explicar
Sé que San Pedro no dirá mi nombre
Nunca una palabra honesta
Pero eso era cuando yo gobernaba el mundo

 

Viva la vida, Coldplay

¿Quién puede matar a un niño?: Película producida por Penta Films.



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