53. Identidad

—Lo encontré en lo alto de la escalera, pero no estaba allí. Cuando subí a su encuentro, apareció en el umbral del dormitorio, gesticulando con la mano invitándome a entrar con él, pero no estaba allí.

—¿Cómo lo sabe?

—Cuando llegué al dormitorio, sentí su olor corporal, señal de su presencia, pero no estaba allí.

—¿Qué hizo entonces?¿Lo encontró?

—Busqué a Enrique por toda la casa. Ese juego comenzó a no gustarme. No hacía ruido, no hablaba, pero sentía su respiración constante en mi nuca, y su perfume, su perfume ácido y encantador, pero no estaba allí. Vislumbraba su silueta a unos metros de mí, pero cuando llegaba a su lado comprobaba que no estaba allí.

—Me ha dicho que tenía una amante.

—Sí, quería pedirle explicaciones, pero no me las daba, no estaba allí. Él no quería hablar del tema, pero me debía una justificación. ¿Cómo me iba a dar una explicación si no estaba nunca en casa? Estaba con esa puta que le daba más que yo en la cama, así no se puede competir.

—Sí, poco podía hacer para retenerlo. Pero al final lo encontró.

—Por supuesto, siempre consigo lo que me propongo, y no es por alardear. Les encontré en la bañera, riéndose de mí, haciendo lo que yo siempre me negué, esas perversiones no están en mi lista.

—Entonces, ¿qué ocurrió cuando les encontró en esa situación?

—Yo misma llamé a la policía confesé, ¿no se lo han dicho?

—Sí, pero soy su abogada y necesito escucharlo de sus labios. Dígame, ¿qué hizo cuando les sorprendió juntos en la bañera?

—Fui a la cocina, enfurecida. Cogí el cuchillo más grande que tenía y volví al baño. Ellos seguían a lo suyo, follando y riéndose de mí. Yo les suplicaba que lo dejaran, pero no me hacían caso. Me acerqué a ellos y les chillé que pararan. Seguían y seguían, obligándome a hacer lo que no quería.

—¿Qué es lo que hizo?

—Usted ya lo sabe, no me haga repetirlo.

—Bien, no me lo cuente si no quiere. ¿Qué es lo que tiene en las manos?

—Un coletero.

—Y, ¿por qué lo tiene tan agarrado? Nadie se lo va a quitar.

—Él me lo regaló, es lo único que me queda de ese pérfido.

—Pero no entiendo por qué quiere guardarlo. Yo me desharía de todo lo que tuviera relación con él.

—Es un trofeo.

—Si quiere que la ayude tendrá que explicarme todo, sin tapujos, así que le pido que conteste con sinceridad a mis preguntas.

—Poco puede ayudarme ya, pero en fin, si es lo que quiere… Cuando llegué al baño vi que esa zorra tenía puesto el coletero que mi marido me regaló. Fue uno de los resortes que me empujó a hacer lo que hice.

—Y ¿qué hizo?

—Les maté. Les acuchillé sin pestañear mientras ellos no paraban de reír. No podía soportarlo y les apuñalé hasta que cesaron. Le corté la coleta a esa furcia ensangrentada y me llevé el coletero de plata.

—Más tarde, ¿qué pasó?

—Nada, fui al dormitorio y me tumbé en la cama.

—¿Y después?

—Ellos ya no estaban allí. Puede que esté loca, pero cuando me acerqué otra vez al baño para limpiar todo, ellos ya no estaban allí. Supongo que seguirán riéndose de mí. Después llamé a la policía. Cuando vinieron les expliqué todo. Me llevaron corriendo al hospital porque vieron que tenía muchos cortes en el cuerpo.

—¿Cómo se produjo esos cortes? Veo que está vendada.

—Sí. Nada más terminar de acuchillarles empecé a sangrar, supongo que me corté sin querer, o quizá esté enloqueciendo, ¿qué piensa?

—No soy yo quién debe decírselo. Tendrá que verla un especialista. Yo solo soy su abogada y quiero ayudarla. El informe policial dice que no encontraron a nadie en su casa, solo estaba usted llena de sangre. Efectivamente les contó lo sucedido, pero ellos no vieron ni rastro de alguien más. La llevaron al hospital, le curaron las heridas y después la trajeron a comisaría. Hasta ahí el atestado y lo que me han contado los agentes.

—Algo le ocultan, el cadáver de mi marido y su amante deben estar en algún lado. Quizá les estén practicando la autopsia y no me quieren decir nada.

—Es posible, seguramente sea así. Yo también creo que ocultan algo porque en el atestado hay algo que no me cuadra. Intentaré desentrañar el misterio. De todas formas, ¿sabe de alguien que quiera hacerle esto, que quiera desquiciarla?

—Pues claro, la bruja de mi suegra. Siempre ha estado en contra de nuestra relación, siempre malmetiendo para que me dejara, pero no lo ha conseguido. Seguro que ahora me tendrá más en consideración cuando descubra que su hijo ha muerto.

—Investigaré a su suegra, no se preocupe, llegaré hasta el final. ¿Quiere que llame a algún familiar para comunicarle su situación?

—Le diría que a mi marido, pero no está. Mi hermana quizá, pero ella está aquí, la veo. Mírela, detrás de usted. ¡Hermana, hermana, sácame de aquí!

Me llamaron de la guardia de imputados para asistir a Carmen López, en la comisaría del centro. Cuando llegué me hicieron pasar inmediatamente a una habitación muy oscura. Tardé en adaptarme unos segundos a la escasa luz de la sala. Había un cristal grande que daba a otra estancia más iluminada, con una mesa y dos sillas, y una mujer sentada allí. El inspector me estaba esperando y me comentó que mi cliente, Carmen, estaba hablando con su abogada. Yo no entendí nada, me habían avisado a mí para asistirla. Me dijo que mirara a la sala iluminada a través del cristal y quedé atónito. Escuché toda la conversación con la «abogada», de principio a fin, y enseguida supimos los presentes lo que ocurría.

—Nos insistió tanto en esperar al letrado en la sala de interrogatorios que no tuvimos más remedio que traerla aquí, supongo que sugestionada por dios sabe qué. Ya intuíamos algo, pero esto se nos escapa incluso a nosotros —me comentó apenado el inspector.

Le pregunté si la habían llevado al hospital en vista de las circunstancias.

—Sí, ha estado toda la noche ingresada. Le han curado las heridas pero esto ha pasado ahora. Tendremos que llevarla otra vez para que le hagan un examen completo, supongo que tendrá un informe psiquiátrico en algún hospital. Que lo averigüen. Intentaremos dar con algún familiar, pero parece una pobre solitaria. Los vecinos de los chalets cercanos nos han comentado que está casada, pero que hace años que no ven a Enrique, su marido. Por lo visto se fue a buscar tabaco, ya sabe, y desde entonces Carmen se volvió huraña y retraída. Por cierto, tenga el atestado y le echa un vistazo, pero me temo que no hay nada que investigar.

El atestado no tenía desperdicio. Resulta que una mujer, Carmen, llama a la policía explicando que había matado a su marido y su amante. Una patrulla se personó en el chalet donde vivía y se encontraron a mi cliente llena de sangre, diciendo que había asesinado a su marido en la bañera. Los agentes entraron en el baño pero no vieron nada. Hicieron una rápida inspección ocular por la casa pero no hallaron ningún indicio de delito. Trasladaron a Carmen al hospital y le curaron las heridas. El parte médico explicaba que se trataba de heridas superficiales en brazos, tórax y piernas producidas por arma blanca, supuestamente autoinfligidas. Lo curioso es que presentaba cicatrices antiguas en los mismos lugares, atribuidas al mismo tipo de arma blanca. También mostraba un estado de ansiedad que fue paliado con medicamentos ansiolíticos. Una vez repuesta la trasladaron a comisaría para realizar la correspondiente declaración, aunque el inspector intuía que nada había que investigar, pero ella pidió un abogado de oficio, y allí estaba yo.

—Mire, letrado. Ahora está hablando con su hermana— me comentó el veterano inspector.

Daba pena observar a una persona en ese estado deplorable, enferma y sin razón. El abandono puede ser devastador para la mente. En el momento en que estábamos allí, pasaron por la sala de interrogatorios al menos cinco personas que estuvieron conversando con ella. En momentos concretos, Carmen no aparecía, no estaba allí. Pedí hablar con mi cliente a solas, cosa que me concedió el inspector sin problemas, no tenía más remedio. Posiblemente hubiera algo más, intentaría sonsacárselo con las técnicas que me enseñó mi hermana la psicóloga.

Entré en la sala gris iluminada con luz de fluorescente titilante. En ese momento, Carmen estaba de pie, en la esquina opuesta a la puerta, hablando para sí. La encontré con los brazos vendados y el pelo revuelto con trasquilones en su parte trasera, cenizo y sin brillo. Tendría unos cuarenta años, no más, quizá más joven. Vi en ella locura, oscuridad, muerte. Al verme se sentó, tranquila y conforme con mi visita. Me senté frente a ella. En sus manos observé sufrimiento, desnutrición, falanges deformadas.

—Hola Carmen. Soy Juan Antonio Medina, el letrado que le han asignado para este asunto.

—Debe haber una equivocación, ya he hablado con mi abogada, acaba de marcharse, ¿no la ha visto?— me preguntó sorprendida.

—Sí, también me he encontrado con su hermana y otras personas que salían de este cuarto.

—Sí, han venido todos a verme. Pero no me explico su presencia aquí, le repito que mi abogada ya me ha asistido.

—Es cierto, puede que haya una confusión, le pido disculpas. Pero dígame,  por curiosidad, ¿qué le ha pasado en los brazos?

Carmen se miró con extrañeza. En ese momento le cambió la cara. Su rictus se hizo más severo y sus ojos relampaguearon.

—No me acuerdo, no sé qué hago aquí.

—¿Carmen?¿Está bien?

—¿Carmen?¿Por qué me llama Carmen?¿Tanto nos parecemos? Dicen que dos que duermen en el mismo colchón…, pero…

—¿Quién es usted?

La faz de mi cliente había cambiado. No era ella, no estaba allí. En su lugar aparecía un rostro masculino, incluso su voz mudó grave y quebradiza.

—No sé qué hago aquí —repitió.

—Está en comisaría. Yo soy el letrado de oficio. Carmen está detenida por un supuesto homicidio. Dice que ha matado a su marido.

—Claro, lo de siempre. Siempre lo mismo. Mire lo que me ha hecho.

Yo sabía ya con quién estaba hablando.

—Explíqueme, Enrique, por favor. Carmen me lo ha contado todo, pero necesito saber qué pasó exactamente.

Carmen, que no era Carmen, me miró sin verme, su mirada traspasaba mi cuerpo y su mente estaba en otro sitio. Entonces comenzó hablando al que no estaba allí:

—Todos los días caigo, todos los días sufro, todos los días muero. Carmen no tenía que estar allí ese día. Perdió el avión y regresó a casa. Nos sorprendió en la bañera sin nosotros percatarnos de su presencia. No dijo nada, se marchó y al segundo regresó con el cuchillo que utilizábamos para deshuesar. No tuvimos tiempo de reacción. Se abalanzó con furia y nada pudimos hacer. No sé de dónde sacaría las fuerzas, pero nos transportó fuera, aprovechando la oscuridad de la noche, sin que nadie se percatara de nuestra muerte. Nuestros cuerpos están detrás de la casa, en el jardín, enterrados con esmero. No debía estar allí, perdió el avión. Desde entonces todos los días muero, es la consecuencia de nuestro pecado.

—¿Sabe que esto puede acabar? Si se pone en buenas manos podría estar en paz de una vez.

—Esto nunca va a terminar, letrado. Carmen siempre estará en mí y yo siempre estaré en ella. Ese es el resultado de mi fracaso— en ese momento se hizo una coleta con el coletero que tenía entre las manos, calló agachando la cabeza y permaneció en esa posición.

—Enrique, ¿está bien?—pregunté. —¡Carmen, Carmen!

Salí corriendo de la sala, pidiendo auxilio para mi cliente. Enseguida llegaron dos agentes junto al inspector, avisaron al SAMUR pero nada se pudo hacer. Carmen había fallecido a causa de un derrame cerebral.

Le conté al inspector lo que me había confesado mi cliente. Una vez fallecida Carmen, y al ser un caso de esclarecimiento de un delito que estaba en vías de investigación, el secreto profesional al que estaba sujeto desaparecía por esta causa. Y de alguna manera, ya había confesado su delito a los agentes.

—Busquen en el jardín trasero de la casa, seguramente encuentren dos cuerpos enterrados— vaticiné al inspector.

Efectivamente, se personaron en la vivienda y descubrieron los cuerpos enterrados de Enrique Flores y Paula Marín donde les había indicado, lo que quedaba de ellos. La autopsia desveló que habían muerto por incisiones producidas por arma blanca hacía al menos cinco años. Descubrieron que había un procedimiento abierto por desaparición de Paula, pero al no relacionarles, no se había avanzado en el mismo, hasta ahora. A Enrique nadie le echó en falta, no tenía familiares vivos y no se sabía de conocidos que pudieran facilitar alguna pista, por lo que su desaparición quedó en el anonimato. Carmen les sorprendió una noche en la bañera, desnudos, con una actitud más que cariñosa. Sin ellos percatarse de su presencia, bajó a la cocina, cogió un cuchillo y volvió al baño con la intención de acabar con sus vidas, y lo consiguió, fría, calculadora, impertérrita. Les enterró aprovechando la oscuridad de la noche y el silencio de la soledad del lugar. A raíz de este trágico suceso, Carmen terminó por desarrollar lo que se llama personalidad múltiple o trastorno de identidad disociativo. Creó hasta cinco personalidades distintas, incluida la de su marido. Carmen se encerró en su casa, en su mundo, y enfermó poco a poco sin nadie darse cuenta, sola, triste, deteriorándose progresivamente de cuerpo y mente. Tenía cicatrices antiguas, fruto de otros cortes anteriores. Se hendía a sí misma el cuchillo con la intención de hacer aflorar la personalidad de Enrique y hacerle sufrir las consecuencias de ese auto apuñalamiento. Se curaba a sí misma y alguna vez estuvo a punto de pasarse de rosca y hacer peligrar su propia vida, pero le daba igual. Volvía a hacerlo una y otra vez, su obsesión era dañar a su marido, no podía dejarle tranquilo, incluso después de muerto, quizá no era consciente de que ya no estaba vivo.

Dalia hacía honor a su nombre, «mujer hermosa». No me oyó llegar y aproveché para admirarla en silencio. La sorprendí en la cocina, haciendo la cena. El día anterior me comentó el tema tabú: concebir un hijo. Estaba deseando ser madre, pero yo era reacio a ello, quizá por miedo a la responsabilidad que conllevaba, quizá por no querer traer una vida a este mundo de dolor y sufrimiento. El caso es que nos disgustamos y nos dijimos cosas que no sentíamos. Pasados unos minutos, me acerqué a ella, la abracé por la espalda y la besé el cuello. Entonces le dije convencido:

—Sí, de acuerdo.

 

 

Identidad: Película distribuida por Columbia Pictures.



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